Pensamos en el carnaval, en el baile de máscaras, en la cacería de los colores. La hora en la que las ciudades se disfrazan de ruido y de risa. Pero cómo nos gusta celebrarlo todo, mascar fuerte la juerga y no escupirla. Mirar a las personas del revés, embriagados por la sangre que sube a la cabeza. Sangre y vino en las venas. El artificio de la fiesta.
Laura Rosal. Pronuncio el disfraz. Carnaval, del latín vulgar carne-levare: abandonar la carne. Qué bien. Abandono mi carne, me despojo de la piel como un embozo y me abrigo con la prenda del Otro. Disfruto cuando ya no soy, cuando no me alcanza ni el dolor, ni el humo, y todo es un baile de máscaras. Pero, ¿qué hay tras ellas? Me acuerdo de El doble de Dostoievski. De William Wilson de Poe. Del mito del Doppelgänger. De las almas gemelas. Sólo me acuerdo del mismo tema que ya todos han rememorado durante años en la historia de la literatura. También saboreo en la memoria La doble vida de Verónica, una de las películas más bellas del mundo. Anegada de implícitos, máscaras y simbolismo. Una frágil Irène Jacob en busca de sí misma. Una coreografía de marionetas-crisálidas. El esqueleto de lo que siempre hemos querido ser. Una manifestación diáfana de sentir que no estamos solos. ¿Superstición o no? Escudriñar, arañar con palabras cada antifaz delicadísimo.
Y sí, la vida es una máscara sobre otra, como capas que vamos coleccionando hasta que llega el momento del strip-tease anímico. Y entonces nos las arrancamos. Capas que edificamos gracias y por culpa de los otros. El disfraz de aquel que habla por miedo, por compasión o por obligatoriedad. Un ojo que distorsiona. Y cuidado, pensar que nuestro doble puede andar por ahí suelto, colocando las palabras que no nos atrevemos a decir en otros labios. Nuestros labios que no son. Carnaval de dulces mentiras.