Cada jornada electoral en mi familia celebrábamos nuestra particular fiesta de la democracia. Nos levantábamos a eso de las 8 con nuestras papeletas ya preparadas, íbamos a desayunar al bar que estaba cercano a nuestro colegio y no más tarde de las 10 ya habíamos depositado nuestro voto. Volvíamos a casa satisfechos por el deber cumplido e ilusionados por seguir durante el día los sondeos de los distintos medios.

Mis padres, de aquella generación que no conocía lo que era votar, siguen con su ritual cada domingo electoral. Yo, en cambio, de esa generación desilusionada con la clase política, he roto con la tradición de continuar con su legado. Lo que antes vivía como un derecho que ejercer gustosa, hoy lo afronto como un puro trámite que realizar, más que por sentirme partícipe de algo, por dignificar la lucha de aquellos que como mis padres quisieron en su día un cambio de sistema.

No he perdido la fe en la democracia, pero sí he perdido la fe en nuestro electorado. El inmovilismo y la falta de capacidad de autocrítica nos está hundiendo en un pozo bipartidista del que demográficamente no podemos salir. No alcanzo a saber ni comprender si esto atiende al nivel educativo, social o económico de nosotros los votantes (mayoritariamente envejecidos), lo que si acuso aquí es la falta de madurez democrática.

Nos hemos llevado 40 años de miedo, de abusos, de creer a pie juntillas lo que nos contaban y concebirlo como una realidad única e inalterable. Aun hoy muchos no hemos sabido quitarnos ese yugo del miedo al cambio, del temor a reconstruir un sistema que heredamos como un ente artificial y que hace años sabemos que ya no funciona tal y como lo concibieron para nosotros.

Lo más paradójico es que aquella generación que luchó contra lo que se imponía hoy se ha cambiado al lado impositor, perpetuando con su voto del miedo un sistema corrupto hasta las trancas al que difícilmente podemos salvar de su autodestrucción.

Por eso, mañana me levantaré a la hora que me pida el cuerpo e iré al colegio electoral sin papeleta preparada, pero con dos ideas claras: la primera, que no se puede seguir siendo cómplice de la mafia que nos gobierna; y la segunda, que no habrá cambio posible si no evoluciona nuestra forma de pensar. Y esto es vital para impulsar la revolución social que tanto necesita este país.