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Si podemos calificar a Sevilla, sin ninguna duda, tenemos que hacerlo usando el adjetivo dual. Aquí nacemos a este o al otro lado del río; nuestros colores son el rojo o el verde; soñamos con ver a Macarena o a Triana; y la mayor de todas las dualidades: somos más de Semana Santa o de Feria.

Pero esta dualidad, paradójicamente, no es más que muestra de una homogeneidad clamorosa. Somos hijos de un sentir, de una manera de vivir y disfrutar las cosas que sencillamente se resume en un término: pasión. Y no aquella entendida como la que nació del dios de la madera- que también- sino como una filosofía de vida.

Nacemos, crecemos y, en definitiva, vivimos con una actitud hacia las cosas que pasa por vivir y por disfrutar de todo de la manera más extrema. De la religión al paganismo, Sevilla pone su corazón, su alma entera, en aquello que hace. Y los sevillanos solemos llamar al culmen de nuestro gozo ‘primavera’. Esa que nos hace en cuestión de días pasar de tocar el cielo con potencias, plumas y palios, a vivir en él al son del 3×4, disfrutando de esa ciudad efímera que se convierte en el Real.

Con nuestros más y nuestros menos, ¿quién no disfruta de la maravilla que trae consigo la primavera? Primavera es estar con tu gente, disfrutar de la ciudad, oler a azahar, incienso y caballos. Sabe a torrijas, pestiños, rebujito y cerveza. Su tacto es de ruán, terciopelo, popelín y plumeti. Y su tiempo, es siempre. Porque Sevilla es pasión, y pasión es primavera, y Sevilla vive en una primavera eterna que en abril se vuelve aún más primavera.