A veces camino por la calle con la mirada perdida, con el cuerpo perdido, como si me abandonara en el paseo. A veces no me doy cuenta del roce de mi brazo izquierdo contra el brazo derecho del hombre que acaba de pasar a mi lado. A veces no me doy cuenta de la mirada que revolotea en el aire denso y pegajoso de la ciudad y se clava sobre mí, dos balcones más arriba. A veces cruzo la calle sin mirar. A veces alguien me pide unas monedas y tampoco me doy cuenta de lo que verdaderamente está ocurriendo.

Laura Rosal. ¿A veces no nos damos cuenta o es que no queremos quitarnos la venda protectora de los ojos? Estoy en París, es verano y el hombre de la fotografía está literalmente cortando el paso en la acera. Paso por encima de su cuerpo, con cuidado de no enredarme con sus piernas, y me detengo a hacer la fotografía. Miro la imagen en la pantalla de la cámara, me siento y miro la calle; trato de asegurarme de que el mapa de píxeles se asemeja a lo que tengo frente a mis ojos. Los transeúntes que pasan por la acera repiten mi movimiento: alargan una pierna y pasan por encima del hombre como si fuera un pequeño obstáculo más del camino. Nadie lo mira. Nadie me mira. Yo miro sus pies, sus zapatos caros, persigo el eco de sus pasos –clack clack clack- calle abajo. Me incorporo y continúo avanzando. Treinta metros más adelante, alguien introduce las tres cuartas partes de su cuerpo en un contenedor de basura, buscando cualquier cosa. Probablemente encuentre algo de valor, la gente suele deshacerse a diario de pequeños tesoros.

Camino. Me siento en un bar. Alguien se acerca a pedirme dinero para un café. Más tarde, alguien se acerca a pedirme dinero para lo que sea. Sigo caminando durante horas y quizá toda la tarde sea un largo y comprometido etcétera. Un camino lleno de cuerpos que se dejan arrastrar sin mirar en derredor. La senda del perdedor, pienso, como el título de un libro de Bukowski.

¿Nos hemos anestesiado los sentidos frente a todas estas personas que vemos a diario en la calle? ¿No es increíble que no se nos encoja el estómago cuando vemos a un anciano escudriñando una bolsa de basura tras otra? ¿O cuando vemos a la misma mujer cada noche sobre sus cartones del portal que hace esquina con el nuestro? Si nos acercásemos podríamos ver las grietas de sus pies desnudos. Si esperamos un poco incluso podremos descubrir cómo tiembla en mitad de la nada. ¿Qué se supone que tengo que hacer? Porque el escalofrío de su cuerpo está llegando al mío y no sé si volver a cerrar los ojos, apretando mucho los párpados, hasta que duela, pero que al menos duela menos que todo esto que se derrumba alrededor, como el final de un aria de Stravinsky.

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