Estoy gritando. Aquí, ahora. Estoy gritando y no os dais cuenta. Mi grito es un maullido húmedo, visceral, un maullido que atraviesa la noche. La noche perforada y… ¿pero qué estoy diciendo? Mi grito no es más que un susurro, un pájaro sordo encerrado en mi habitación. Suena Chopin y la copa se vuelca. No limpio nada, es bello, pienso. Es bello ver fluir la tinta. Escribo poesía. Escribo poesía para desatar ese grito, ese susurro, y concederle a mi voz la precisa licencia para que cabalgue descarada entre las otras voces.
Laura Rosal. Rimbaud, Baudelaire, Lautréamont también escribían poesía a gritos. Bebían vino, lo volcaban, creaban versos y se hacían llamar poetas malditos.
Ahora todos somos unos malditos. Y qué importa eso, sigo gritando ¿Acaso es necesario indagar en la basura para escribir algo decente? Escribir sobre las cosas bellas. Sobre esa belleza inexplicable y diminuta: el sonido del cristal al estrellarse contra el suelo. O el vino que ahora resbala por cada folio, cada letra, que penetra indiferente en cada palabra escrita y la diluye.
¿Es triste la belleza? ¿O más bien la tristeza es bella? Yo no quiero ser maldita, estoy cansada del arte marginal, de las modas literarias, del vacío.
Hace más de cien años los poetas marginales huían de los puestos oficiales, escribían, sufrían por ellos mismos y a su vez ponían voz al sufrimiento de todos los demás. Me imagino ahora a Baudelaire junto a mí, lamiendo el vino de mis folios, sujetándome la muñeca derecha con ternura, acompañando la danza del bolígrafo, como si las letras dibujasen el cuadro de Munch.
No podemos empeñarnos en ser marginales, pero sí en huir del margen.
Me asomo a la ventana y respiro el eco de la ciudad. Una ciudad que duerme.
Pero ¿y si quizá alguien? Quizá alguien en algún lugar escucha mi grito. Ahora.
Quizá alguien le pone nombre y apellidos a mi voz.
Y entonces mi cuerpo renace. Porque he conseguido despertar a la belleza con ese aullido exhausto. Y eso es lo único que necesitaba para quedarme aquí.