Montesquieu en el siglo XVIII ya defendía que la separación de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial contribuía a contrarrestar y equilibrar unos poderes con otros de forma que las decisiones no recayeran en unas mismas manos, evitando así conductas despóticas.

Tres siglos después, parece que su modelo, al menos entendido al estilo español, no termina de alcanzar una separación real que garantice que no existan injerencias de ningún tipo.

Por eso, comprender cómo funcionan estos poderes en la práctica es algo que cuanto más intento entender, menos lo consigo, porque tras la mentira de la separación de poderes se esconden instintos tan bajos que una democracia como la nuestra no se los merece.

El poder judicial, lejos de estar al mismo nivel que el ejecutivo o legislativo, permanece en este país bajo el yugo de estos otros, conformados principalmente por políticos de los grandes partidos, esto es PP y PSOE, que se turnan como buenos hermanos en el Gobierno (poder ejecutivo) y en el Parlamento (poder legislativo), llegando como en el caso actual a convertir estos dos poderes en uno solo, monopolizando el sistema con la mentira de una independencia que no existe.

Y con esta mentira van más allá, hasta el punto de querer confundir a una ya de por sí confusa ciudadanía, que no distingue las funciones de cada uno de ellos ni sus responsabilidades, enfocando todas las críticas hacia un mismo poder, el judicial, culpable al parecer de todos los males.

Estos días desde todos los medios de comunicación nos bombardean con las excarcelaciones de presos etarras y de carácter peligroso tras la derogación de la Doctrina Parot, una derogación que ha posibilitado, cómo no, el poder judicial. Lo que no nos dicen es que los jueces no son los que hacen las leyes, sino los que se encargan de aplicar la legislación que ejecutivo y, sobre todo legislativo, se encargan de redactar.

Es más fácil señalar a otros de los errores de uno mismo y tener la poca vergüenza de apoyar manifestaciones de víctimas del terrorismo, no por ello menos politizadas, con la consigna de culpar a los jueces, y más aún si son de esa lejana institución llamada Tribunal de Estrasburgo.

El conchabe de PP y PSOE para manipular y controlar la justicia queda en evidencia cada vez que hay que renovar el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces que ahora estrena composición, y que a su vez se encarga de elegir al presidente del Tribunal Supremo y del propio Consejo.

Por si fuera poco, el Tribunal Constitucional tampoco se escapa de esta connivencia con el poder legislativo, que propone a dos tercios de sus miembros, siendo el resto elegido por el Gobierno y por el CGPJ, hasta llegar a 12 componentes. Y al frente, Pérez de los Cobos, con un reconocido pasado como afiliado activo a un partido político, concretamente al PP. Vamos, que todo queda en casa.

A la luz de estos acontecimientos, no sé cómo se puede seguir insistiendo en una independencia y transparencia con respecto a la justicia que no existen, porque en su propio germen así está planteado para desde la política controlar todas las esferas.

Con esta politización explícita de la justicia y con la aparente parcialidad con la que se imparte, partidos y demás influencias de por medio -no olvidemos a la Casa Real-, es normal que la gente de a pie no confíe en los procesos judiciales. Darle un tartazo a una política, Barcina, se traduce en dos años de prisión. Los delitos contra la Hacienda Pública de Fabra se penan con cuatro años. Por fraude y prevaricación, dos años de cárcel y 16 de inhabilitación para Julián Muñoz en el Caso Malaya.

Condenas desproporcionadas en virtud de los delitos cometidos y de quién los haga, por no hablar de la equiparación de la pena del tartazo con la de fraude y prevaricación, son algo ininteligible de no saber quiénes son los que legislan.

‘Quién hace la ley, hace la trampa’, reza el dicho. Y en perjuicio del legislador no se legisla, me atrevo a añadir yo.

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