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Cubierto de albero hasta las cejas y despertando todavía con la resaca que provoca la manzanilla, recuerdo los mejores momentos de mi primera feria de abril. La portada, mi primera clase de sevillanas, los paseos de caseta en caseta y la sensación última de haber disfrutado de una fiesta única.

Me resultó imposible no enamorarme un poquito más de Sevilla después de vivir mi primera Feria de Abril. Ya había visitado la ciudad un par de veces antes pero sin duda alguna, esta fue distinta.

Antes de llegar a la ciudad, viajaba en el tren pensando en todos los posibles escenarios que me iba a encontrar. “Pasa la vida”, que reza la que ha venido a convertirse en una de mis sevillanas preferidas.

Lo normal hubiera sido bucear en Google buscando referencias acerca de la fiesta, pero en esta ocasión decidí dejarme llevar. Quizás fuera un poco arriesgado pero no me arrepiento, pues no quería que unas cuantas opiniones condicionaran mi experiencia.

A mi llegada a Santa Justa, la estación era un caos. Los pasajeros corrían como atletas mientras zarandeaban sus maletas de un lado a otro y yo observaba distante sin saber bien qué ocurría. Aún quedé más impresionado al atravesar la puerta de salida “¿Podía haber una cola de más de 100 personas para esperar un taxi?”, me preguntaba. Por suerte para mí, allí estaba esperándome mi hermana con el coche.

No había tiempo que perder y tras un pequeño alto en el camino, nos fuimos directos al Real. No pude ocultar mi asombro al ver de cerca la increíble portada de la Feria. Las fotografías no hacen justicia a la impresionante estructura que, adornada con esa gran cantidad de “alumbrao”, atrae la atención de tantos turistas.

Tras el protocolario selfie y entrada por “donde hay que entrar la primera vez para regresar más años” (según me explicaron esa misma noche), comenzaba el jaleo. Para mí, adentrarme en una caseta supuso acceder a un nuevo mundo en el que el ritmo de la vida lo marcaban el tempo de las sevillanas que constantemente estaban sonando.

Intenté aprender este baile de cortejo pero por el momento, aún tengo que mejorar la teoría. Me animé a gambetear la primera y segunda sevillana (después de aprender que había cuatro, todavía no me salen las cuentas), aunque, al contrario de lo que pensaba, el rebujito y la manzanilla no ayudaron a mejorar mi coordinación.

Al regresar fuera, el cielo se había propuesto ahogarme la fiesta. Lejos de ello, la lluvia – que solo cae en feria una vez cada veinte años – solo sirvió para aumentar mis ganas de disfrutar del albero sobre mis zapatos.

Los siguientes días escribí la hoja de ruta: dormir, comer y a la feria. Una rutina a la que me acostumbré rápidamente. Para no mentir, me dejé querer una tarde por el barrio de Triana y desde su puente, contemplé la luz que proyectaba el sol sobre la Torre del Oro. Una imagen que todavía guardo en mi retina y que difícilmente olvidaré.

24 horas más tarde, de vuelta a Valencia, repasaba todos estos momentos vividos en el sur y no podía evitar esa sonrisilla que a todos nos sale cuando la persona que te gusta te está mirando. Fue entonces cuando me di cuenta de que, conforme me alejaba de ella, un trocito de mí – más grande de lo esperado – no quería volverse.

Acusan a esta ciudad de ombliguismo (“pero es que Sevilla tiene un ombligo muy bonito”, hay quien diría). “Sevilla es para los sevillanos”, que apostarían otros. “La Feria es una fiesta clasista y muy cerrada”. Sí, ya había oído todo eso una y mil veces.

Pero si para algo puede servir mi enésima visita a esta orilla del Guadalquivir es para echar por tierra todos estos mitos, porque la amabilidad y cariño con el que me recibieron en las casetas donde pasé más horas de las debidas superaron las expectativas y me dejaron con ganas de más.

¿Qué cosa tendrá Sevilla que solo tiene Sevilla? Desde luego, algo tan maravilloso como para que un valenciano seguro de vivir en la mejor ciudad del mundo empiece a replantearse su amor por la que se ha convertido en su segunda casa. ¿Nos arrastrará el levante también al Rocío?