manuel-visglerio-15-novimbre-2016

La desmemoria en política puede ser, al menos para la clase dirigente, un instrumento que ayude a lavar ciertos pecados.

Muchos políticos la practican cuando los pillan en alguna contradicción o en alguna incongruencia ideológica. Cuando dicen exactamente lo contrario de lo que decían y algún periodista los pilla en el renuncio, no sienten el menor escrúpulo en negar la mayor o simplemente en salir por los cerros de Úbeda. La desmemoria de lo dicho ayer resulta benefactora a no ser que algún periodista recurra a la hemeroteca, en cuyo caso no decir nada es el mejor instrumento para salir airoso del trance, porque la gente, en política, suele tener memoria ‘pez’.

La memoria ‘pez’, que para el dirigente puede ser balsámica, para la gente ‘corriente’, entre la que me incluyo, puede resultar perjudicial y catastrófica y desde luego la historia ha dejado claros ejemplos de ello y no hay que irse muy atrás en el tiempo para encontrar algún ejemplo. Lo digo por la que está cayendo a cuenta de la elección de Trump como nuevo presidente del imperio.

Muchos norteamericanos se están rasgando las vestiduras por el triunfo del personaje; un ser mezquino, maleducado, misógino, racista y xenófobo, que incomprensiblemente ha conseguido encandilar a una mayoría de electores mientras el resto todavía se sigue tentando la ropa para intentar explicarse cómo les han robado la cartera electoral. Incluso muchos aquí, a miles de kilómetros de distancia, nos lamentamos de lo que ha pasado porque, queramos o no, lo que ocurre allí también nos afecta.

Algunos, por el contrario, no sólo no se lamentan de lo ocurrido, sino que además se permiten el lujo de despotricar contra los norteamericanos que protestan por el resultado y los menosprecian catalogándolos de ‘progres’ desde una supuesta superioridad moral hispánica. Algo que sólo se explica por la existencia de la ya comentada memoria ‘pez’.

A ella me remito para explicar la falta de autoridad moral de este tipo de comentarios. Hace veinticinco años, en las elecciones municipales, Jesús Gil y Gil logró alzarse con la alcaldía de Marbella con una mayoría aplastante. Era, para los que no tengan edad para recordarlo, un personaje transgresor, parlanchín, misógino y maleducado, que ocupaba las pantallas de televisión y las portadas del papel cuché, practicando un populismo tan facilón como el de Trump.

La gente le reía las gracias y su imagen y su popularidad fue creciendo hasta el punto de que su personalísimo partido, Grupo Independiente Liberal (GIL), llegó a gobernar en aquellos años en Ceuta, Estepona, La Línea y Casares, entre otros muchos municipios. Nuestro Trump, bordeando la legalidad, convirtió Marbella en una ciudad “modelo”: acabó con la movida creando un cuerpo especial de la Policía Local, que ‘manu militari’ expulsaba del término municipal a mendigos y drogadictos; y mientras con una mano le lavaba la cara a la ciudad con un proteccionismo férreo para los nativos, que incondicionalmente seguían votándolo, con la otra mano los iba esquilmando a mayor gloria de la pura y dura especulación urbanística al servicio del mejor postor previo pago de la correspondiente mordida.

Recuerdo que, entonces, en la mayoría de las reuniones en las que salía a relucir el tema de Gil, si lanzabas alguna crítica sobre los métodos del magnate en su gestión municipal, los de la superioridad moral hispánica se lanzaban a degüello, con el manido argumento de, “tú dirás lo que quieras, pero Marbella está de dulce desde que él llegó”. A muchos no les hubiera importado que Jesús Gil, nombrara senador a su caballo “Imperioso”, como hizo dos mil años antes Calígula con “Incitatus”; después, con el paso de los años, a medida que se fue descubriendo el pastel, fueron cambiando de opinión, pero a fuerza de meter el dedo en la llaga como Santo Tomás.

Todo esto tiene una enseñanza, al menos para mí la tiene: la memoria ‘pez’ es contraproducente para ciertas cosas. Se combate refrescando los recuerdos y no enterrándolos en el olvido, porque al final la historia, inexorablemente, se repite. La libertad es una planta que tenemos que regar permanentemente y que no permite más poda que la solidaridad que entregamos para conseguir un mundo más justo. Si renunciamos a una parte de nuestra libertad para alimentar el egoísmo de unos pocos al dictado de cualquier charlatán de feria, nos habremos convertido irremisiblemente en unos pobrecitos Gilipollas y no precisamente del GIL.     

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...