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La ciudad madre del escaparate de las vanidades, no sólo establece los ritos, las reglas, los actos y las tradiciones a seguir, sino que los aumenta y multiplica a placer, sin importar la fuerza o importancia de su contenido, simplemente se reproducen como las colonias de hongos.

La Cuaresma, la bendita «cuarentena», el tiempo en que Jesús se retiró al desierto, aquí es todo lo contrario. No hay retiro, hay exposición, y no hay cuarenta días clavados, sino los meses que ocupe el vacío entre Navidad y Semana Santa, del mismo modo que los ocho días de ese famoso centro comercial son una quincena.

Siempre me definí como una costumbrista desacostumbrada, pero ahora veo claramente que jamás nadie se creyó esa definición, salvo yo.

Toda mi vida he ido a los actos, reuniones y encuentros que me han apetecido. Los intereses han sido diversos: amistad, estética, ganas de compartir un rato, Fé y devoción, necesidad de conocer, compromiso, obligaciones morales e incluso, y lo digo sin vergüenza, he ido por cotillear, como lo ha hecho tanta gente que no se atreve a admitirlo.

He estado presente en lo que me ha apetecido, independientemente del nivel de postureo que allí se diera, y también, otra admisión sin pudor, he asistido a lo que se me ha invitado, motivo que a veces subyace en la crítica que se me ha lanzado por ir a tal o cual lugar, porque la gente a la que no invitan tiene que desquitarse de alguna manera, es comprensible también. Pero en esta ciudad hipócrita la envidia tiñe de un color tan absurdo las versiones del personal, que los habitantes del ostracismo te intentan convencer de que desprecian las invitaciones que no les hacen, igual que deberías hacer tú.

Jamás me ha gustado esa falsa dignidad que exhiben personas que encuentran cierta superioridad en el elemento «outsider», que te miran por encima del hombro por acudir a algo organizado o motivado por algún organismo o persona que no les parece de la suficiente calidad humana. En la ciudad del escaparatismo, hay que colocarse en el expositor, pero cada cual tiene su concepto del escaparate correcto en que debes lucirte.

La misma gente que renegaba de cualquier aglomeración popular pasa a no perderse un vía-crucis, cámara en ristre, pasando de quejarse compulsivamente a convertirse en una molestia generadora de quejas.

Últimamente me prodigo poco por las citas del imaginario calendario morado. Tiempo, interés, compatibilidad… Los motivos son muchos, tantos que casi nunca doy una explicación muy larga. En lugar de eso, soporto con estoicismo que me recriminen que me perdí los mil besamanos de la semana, que no acudí al bar Fulanito, o que no aparecí por el Pregón de los Diputados del Tercer Tramo, para que a renglón seguido, se cuestione que si me vieron en un acto organizado por algún descendiente de Satán.

La ciudad parece patrimonio de cierta gente, aunque no sea así. El perfume de los naranjos es patrimonio de todas y todos, aunque a veces pretendan contarnos que es algún extraño monopolio. Los ratos para compartir con los tuyos, para hablar con tus titulares, para convivir en tu hermandad o para acompañar a tu gente en según qué actos, se pueden juzgar, porque en esta galería de vanidades toda acción tiene su reacción, y por costumbrista desacostumbrada que una sea, tendrá que soportar que en esta tierra, ni ciertas decisiones son libres.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...