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En la confluencia de la calle Juan de la Encina con Calería, del mismo modo que el fervor popular coloca ciertos azulejos, el clamor del vecindario ha colocado avisos a caninos sin excepción, instigando a que reeduquen a quienes los pasean.

Imagino que tras asumir que la animalada no es culpable en sí de su fisiología, y sí que lo es quien no recoge el regalito de las entrañas de su mascota, se ha pensado en revertir la petición, pues lo mismo hay cánidos con más conciencia cívica que las personas que caminan a su lado.

La verdad es que no me cuesta imaginarme a los y las dueñas que no se dan por aludidas en esta cuestión: mujeres y hombres de cualquier edad y condición, que se declaran amantes de los animales siempre que la conversación lo propicia, y cuando no lo hace también. Gente de esa que llena las redes sociales de avisos para adoptar cachorritos, y te incluye en cadenas para adoptar animales, que tú, por tus circunstancias de todo tipo, no puedes, e incluso no quieres acoger.

Es muy frecuente que en cualquier colectividad se autoincluya gente que la perjudica: sindicatos, gremios profesionales, equipos de fútbol… En el caso de las personas amantes de los animales no es muy diferente.

Hace un mes, cuando vagueaba por remansos de arena y mar intentando escapar del Levante, se apalancó junto a nuestro emplazamiento (demasiado junto) un grupo de amigas entre las que destacaba una en particular. Con el acento mesetario más marcado que podía, aprovechaba cualquier momento para reivindicar el amor a su perra. Este estatus cuasi maternal la hacía superior a sus amigas y a cualquier persona cercana, a juzgar por las conversaciones que inevitablemente escuché. La perra, criaturita inocente, andaba agobiada, lloriqueando sin parar, jadeando por el calor, quemándose las patitas en la arena, aguantando las miradas insidiosas del público circundante que sabía que en esa playa no se permitían perros, aunque a su dueña esto no le importara.

Yo ya no sabía si me parecía peor la ilegalidad o el sufrimiento de la perrita, que andaría pensando que aquello era un castigo por algo.

La «simpática» pandilla pensó en hacer una excursión en días cercanos, ir desde Sanlúcar al Coto Doñana en barco. Tras realizar una llamada telefónica al barquero con las preguntas de rigor sobre horarios, precios y demás, la amiga organizadora preguntó por la cuestión del perro de su compañera vacacional. Al colgar el juicio fue inminente: no se podían llevar perros, no porque molestaran al barquero, sino porque estaban prohibidos al otro lado de la desembocadura del Guadalquivir.

La ira se desató en la amante de los animales, diciendo que si aquello era una reserva natural, ¿qué criterio impedía a su perra no estar allí, como animal que era? Esto obviamente, salpicado de exabruptos muy variados, el amor animalista es así…  Sus compañeras hacían mutis por el foro, y la amiga organizadora ni sentía ni padecía, pues llevaría demasiados días ya presenciando el amor maternocánido como para entrar al trapo.  Mientras, yo me imaginaba al frágil espécimen atemorizada en la barca, preguntándose porqué el castigo iba en aumento.

Obviamente esta columna no habla de esa gente lógica, que es responsable de su mascota a nivel cívico y particular. Es más una queja a esa gente, supuestamente dotada de una moralidad superior a la media, según su propia consideración, que al final no sólo suelen perjudicar al resto de la comunidad, sino también a esa compañía animal a quienes afirman adorar más que al resto del género humano.

Lo de siempre, hipocresía, postureo, y un poquito de tontería… Confiemos en la capacidad canina para educar a sus responsables, otra parece que no queda.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...