mercede-serrato-16-mayo-2016

Como nada es casual, resultó que en cuarenta y ocho horas vi la película de «Hannah Arendt» y «El caso Fritz Bauer». La primera, es de esas recompensas que nos llevamos esa rara especie que vemos La 2 (que no implica necesariamente ver a guepardos copulando) y la segunda, por mor de La fiesta del cine.

Si no conocen la intrahistoria de ambas cintas, no entenderán la relación de unas películas que en realidad, deberían verse de forma inversa a como yo las ví.

Como todo el mundo ha tenido algún episodio macabro en su infancia, yo recuerdo el día en que soplé un hormiguero… Lo hice durante mucho rato, porque era divertido ver como algunas hormigas se arremolinaban para entrar, mientras que otras se alejaban lo máximo posible. Cuando el Führer se mandó a sí mismo para el otro barrio, ocurrió algo parecido; y eso que el hombre ya podía haber tenido esa ideíta unos cuantos años antes y nos habría ahorrado bastantes disgustos… La cosa es que de esas hormiguitas que corrieron lejos, Adolf Eichmann, responsable de la logística de transportes durante el holocausto, terminó oculto en Argentina, llevando una vida bastante normal y trabajando para esa empresa que fabrica vehículos cuyo nombre comparto.

Ante la manifestación de conductas o actitudes fascistas, solemos recurrir rápidamente al: «Estas cosas en Alemania no pasan». Nos gusta pensar que hay algún país que ha sabido gestionar los descomunales destrozos de la barbarie y la guerra, como a mí me gustaba mirarme en el espejo de esas ciudades francesas donde dignifican más la resistencia republicana de España que en nuestra propia tierra… Pero lo cierto y verdad es que ese ejemplo límpido y sin fisuras, puede que no exista, y que desde luego tampoco está en tierras germanas.

Fritz Bauer, más judío por sangre que por creencia, presuntamente homosexual y fiscal general del estado en tiempos de la Alemania democrática, tuvo conocimiento de donde estaba este fulano, e intentó por todos los medios extraditarlo para que fuera democráticamente juzgado. Democráticamente también, le dieron carpetazos al tema y capotazos a él, propiciando así que el buen señor se tomara la justicia por otras manos. Puso la cuestión en conocimiento del Mossad, y bueno… ya se pueden imaginar como las gasta esa gente…

De hecho es aquí donde entra en juego la filósofa, politóloga, socióloga, escritora (y un puñado de cosas más) alemana Hannah Arendt, quien fue corresponsal de la revista The New Yorker durante el juicio a Eichmann.  Pero ella, queriendo o sin querer, fue allí con su mirada filosófica, con esa distancia epistemológica que divide las cosas entre su esencia y sus consecuencias. Hannah no tenía en cuenta su transitar por la Europa ocupada, su estancia en un campo de internamiento, la fuga, los años de apatridia, la persecución… Pese a todo lo personal que para ella había en esa cuestión, logró marcar la distancia sujeto-objeto como nadie.  Con esa capacidad de filtrar los hechos, Arendt afirmó que no había presenciado el juicio de un malvado exterminador de la humanidad, sino de un mediocre funcionario que sólo quería ser el mejor en lo suyo. La diferencia es sutil pero es grande a la vez. La filósofa pensaba que debía atenderse al hecho de que no existía una responsabilidad directa, y no se podía acusar de ella, a quien era un mero ejecutor.

La cosa da que pensar mucho. ¿No conocer los efectos de tus acciones te hace culpable? ¿inocente? ¿inconsciente? ¿idiota?

Pueden imaginar, y en la película se refleja, que los artículos de Hannah Arendt tuvieron más críticas que mi columna de la semana pasada, que vaya tela también eso…

Pero sobre todo, ambas producciones hacen pensar mucho, y en sentidos distintos. Fritz Bauer abre la herida de la concepción formal y moral de justicia; la eterna dicotomía entre lo legal por encima de lo justo y viceversa. Hannah Arendt va muy allá en la disertación del mal, del mal innato, del mal circunstancial, de la intencionalidad o de las consecuencias de cosas inevitables.

Son dos caras de una moneda, de una historia; de una dolorosa de esas que hacen que se sienta auténtica vergüenza por pertenecer al género humano, a una especie que ha refinado su odio de tantas enrevesadas maneras que al final no te permite distinguir el bien del mal.

Y en medio de todo, Adolf Eichmann, un nazi, un desagradecido con su mejor amigo de la infancia, que era judío… Tal vez Arendt tenía razón, y ese hombre sólo era un descerebrado ejecutor sin decisión propia, y eso puede que sólo demuestre una cosa; lo pernicioso que puede ser un ser obediente y a la vez, convencido de su causa sin cuestionarla en ningún momento. 

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...