Con demasiada frecuencia los grandes artistas dejan mucho que desear como personas; es un hecho que tengo asumido pero que es más fácil digerirlo, incluso racionalizarlo, si hay un puñadito de años o siglos de por medio.

Shakespeare, si existió, que empieza a ser el primer cuestionamiento en cuanto al bardo, era un putero. Velázquez le fue tan infiel a su mujer como su querido rey mecenas a la suya. Francis Bacon era un sádico…  Burroughs, quien además de ser alcohólico y  drogadicto acabó matando a su mujer mientras «jugaba» con una pistola, no era un hombre modelo.  Picasso era un tipo  insoportable, machista y que dejaba mucho que desear como padre. Dalí bajo su apariencia estrambótica prostituyó sus ideales políticos, si es que llegó a tener de eso alguna vez. No era el caso de Céline, renovador de la literatura francesa en el siglo XX que resultó ser un antisemita racista y contribuyó a la propaganda de esa corriente. 

Alberti implicó en «la causa» a muchos escritores que luego se quedaron a merced de los fascistas en España mientras él se exiliaba y de los últimos años de su vida mejor ni hablar. Cervantes metió la mano en la caja, que español que era el complutense… Dumas… mi querido Dumas era un pieza bueno, aunque al menos reconoció a  los hijos que tuvo sin casarse, y hasta Dickens, socialmente comprometido y generoso tuvo sus líos de faldas y se volvió tan snob que renegó de sus orígenes humildes la mayor parte de su vida. Lewis Carroll era un pederasta, pero es incómodo pensar cómo y por qué se acercó a aquella niñita que le inspiró a su inmortal Alicia.

Lo dicho, no nos gusta pensar en esas cosas, nos aguan bastante la fiesta y con al menos un par de décadas de por medio podemos echar al anecdotario histórico esas realidades incómodas. No es que tenga un ataque de puritanismo, no me llama tanto la atención la vida licenciosa o los excesos como el hecho de que en el lote iba el perjuicio a las vidas de terceros.

El maldito dilema moral llega ahora, en este tiempo, cuando Woody Allen está bien vivo y sus películas han marcado la mitad de mi vida y han influido tanto en la neurótica que soy hoy día. Tengo la misma edad que Dylan Farrow, también conocida como Malone. Si lo que ha escrito en esa carta publicada en un blog del New York Times es cierto, y a primera vista no tiene un aspecto muy falso, el entrañable neurótico algo salidillo pasaría a ser algo peor que eso. Verdaderamente pasaría a serlo en cierto imaginario colectivo, lo que quiera que sea es desde hace tiempo ya. 

La presunción de inocencia, que tan de moda está, no puede negarse, y yo me alegraría mucho de que existiera alguna explicación alternativa, alguna lógica y racional que me resultara tan impactante como el escrito de su hija.

Veremos en qué queda la historia, probablemente al no terciar una acusación legal se quede en acusaciones y silencios, pero yo, que no siempre puedo lidiar con las vidas de los grandes artistas me enfrento a la dicotomía personal de elegir entre la persona y el cineasta, si es que soy capaz de separar el binomio.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...