Hace poco hice un propósito con la intención de recuperar años perdidos, leer grandes clásicos de la literatura, de esos que uno no debe morir sin haber leído. Me alegra decir que, dentro de lo que cabe, este propósito no se quedó en el saco roto de tantos otros.
A pesar de los exámenes, acabo de terminar ‘El vizconde de Bragelone’, la última entrega que Alejandro Dumas escribió de sus sempiternos mosqueteros. Me ha descorazonado en la última parte de esta entrega ver cómo los personajes que había seguido en dos libros anteriores iban cayendo. Soy tan tonta, la catarsis con la obra ha sido tan grande que casi tengo ganas de coger otra vez ‘Los tres mosqueteros’ y volver a leer los años jóvenes de los protagonistas. A veces la literatura tiene esa enorme ventaja sobre la vida. La historia no va a cambiar, pero siempre puede volver a empezar.
Todas esas novelas que no siempre tienen finales felices me recuerdan constantemente que a veces la vida no es justa, que a veces luchar no es suficiente, y como ya he dicho, la vida no es la literatura.
Las historias que terminan no vuelven a empezar, aunque me niego a pensar que todo no tenga moraleja o apólogo. No quiero creer que no podamos aprender nada de la muerte de Miki Roqué, aunque ahora mismo no me vengan ideas positivas al respecto.
A veces la vida no regala los milagros y los cadistas se quedan sufriendo un añito más, bien que lo siento, porque el desenlace contra el Lugo parecía que podía ser apoteósico. Pero bueno, me queda el consuelo de la Ponferradina, preferencias extrañas que tiene una.
A veces la vida parece que no da tregua. Que personas, pueblos y países que ya han vivido todo lo malo que les podía pasar, suman un episodio más a su historia. Uno que, al igual que muchos de los anteriores, hace que, como dije antes, parezca que la vida no da tregua, tal como le ocurre a Paraguay, donde el esperpento parece que sólo ha comenzado.
A veces la vida… pues eso. A veces la vida es la vida y, sinceramente, dan ganas de cerrarle los oídos y coger un buen libro.