El 25 de diciembre del año 2000, gracias a la mutación navideña de San Nicolás, me introduje en uno de esos submundos literarios que, si te atrapan, difícilmente te dejan salir ya de ellos, a pesar de los años.

Ya llevaban tiempo en las librerías de nuestro país y, más allá de nuestras fronteras, los libros que narran la azarosa vida de don Diego Alatriste, contados por su paje, compañero y amigo, Íñigo Balboa. Curiosamente, no me habían llamado la atención estos libros, y también curiosamente tampoco recibí aquella mañana navideña el primer libro de la saga; recibí el IV, ‘El oro del Rey’, el que transcurre en Sevilla y, a veces, pienso que el mejor de la colección. No estrictamente porque sea así, imagino que todas las circunstancias que he detallado anteriormente influyen en esta preferencia. Tras devorar este libro, tuve que ponerme a la caza de los tres primeros que me faltaban.

El mundo que el genial Pérez-Reverte ha creado no voy a descubrírselo yo a nadie, pero sí puedo contar qué supuso para mí. En plena etapa estudiantil de la criticada ESO, yo disponía de un libro de Historia, popularmente llamado “libro de Sociales” que dedicaba al Siglo de Oro un párrafo del tamaño de un palmo. El libro de Lengua y Literatura admito que era algo más pródigo, pero no sé que ocurre a veces con los libros de texto, que son tan generales que además de para aprobar el examen no te sirven para mucho más.

No pretendo criticar esto, pero es que casi me pareció increíble que tras un par de datos de guerras luteranas y oro de las Indias se escondiera ese “modus vivendi” que don Arturo tan bien describe. Y los personajes literarios -¡ay los personajes literarios!- saltaron de los anaqueles para danzar en la novela. El genial Quevedo amigo de Diego e Íñigo, Calderón de la Barca salvando una biblioteca en una de tantas batallas en Flandes, Lope de Vega sentado en el patio de su casa… Una maravilla. Además, en todas las novelas de la serie se entretejen versos de Garcilaso, Góngora y muchos autores más; versos a colación de la narración que embellecen al texto y hacen que aquel siglo pretérito esté más vivo aún.

Con mis quince años plenos de edad del pavo, tras leer los libros de Alatriste publicados hasta entonces, decidí escribirle una carta al propio Arturo Pérez-Reverte. Una misiva de agradecimiento por una obra que, sin pretender ser didáctica, a mí me había enseñado tanto. Y Arturo, el periodista, el reportero de guerra, el escritor que años después ocuparía el sillón “t mayúscula” de la RAE, me contestó. Yo mandé la carta a la editorial, pero él me contestó con una postal de ‘Limpieza de sangre’, de su puño y letra, con esa pluma suya tan personal, pluma física ya que le leí en una ocasión que usa un modelo específico que tiene la ventaja de no explotar en los aviones. Nunca olvidaré que ese señor tan culto, algo faltón y deslenguado en su ‘Patente de corso’ -de la cual por supuesto soy devota-, es de los escritores más amables que conozco. No sólo porque me escribiera, sino porque en todas las firmas de libros y conferencias que le he visto, tiene una gran simpatía y una paciencia infinita con todo el que se le acerca. Alguien que llama a las cosas por su nombre sin muchos pelos en la lengua, es el más servicial de los hombres; porque como el propio Diego Alatriste, tras las heridas del tiempo y de la guerra, tiene un gran corazón.

A mi casa sigue viniendo Papá Noel, y que no se me echen encima los tradicionalistas que, por supuesto, los Reyes también se pasan por allí. Y el caso es que, como no podía ser de otra forma, me ha dejado ‘El puente de los asesinos’. Y haciendo justamente once años del primer encuentro con el espadachín de la glauca mirada, siento como si afortunadamente me reencontrara con viejos amigos.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...