Esta ciudad, desvalida ella, atacada por todos sus flancos, herida en su patrimonio, ultrajada en su honra y amordazada en su voluntad, gozaba, ante tan lamentable situación, de un grupo de bienhechores, unos paladines que a capa y espada defendían a la “Vieja Dama”.

Estos notables caballeros, conocedores ellos de la verdadera Sevilla en un grado tan superlativo que ningún humilde ciudadano llegamos tan siquiera a imaginar, eran el azote del desgobierno, la respuesta a cualquier pregunta, el grito de la cordura, la seriedad y la coherencia. Ellos, conocedores como nadie de los problemas y las soluciones, señalaban aquí y allá todo lo que no estaba bien, que era mucho, muchísimo.  Dedicaban sendas horas de “trabajo” a dicha labor, poniendo “desinteresadamente”  al servicio de esta urbe (y este país por extensión), su mente preclara y sus sabias apreciaciones. Medios de comunicación o barras de bar; no importaba el sitio, cualquier lugar les era válido para debatir, para poner en conocimiento del resto su última observación o pensamiento. Cualquiera capaz de divisar estas reuniones, improvisados corrillos en algunas ocasiones, podría pensar que era un simple y llano “reparto de estopa”, o más llano “un criticar”.  Pero eso sería  una insolencia a la vez que una necedad, pues denominar de esa forma a sus sentencias llenas de sapiencia, no es para menos.  Cierto es que en ocasiones la crítica era más destructiva que constructiva, pero bueno, no puede tenerse todo en esta vida.

Pero llegó un día en que  estos caballeros recibieron respuesta a sus plegarias, recompensa a sus esfuerzos y gratificación a sus súplicas; y un rayo de luz cruzó Sevilla de parte a parte, cantaron las alondras y florecieron las  rosas de pitiminí.  Tras años de caos gubernamental, el consistorio cambió de manos, y esa dicha llenó de regocijo a los caballeros citados. Este fulgor espiritual, esta algarabía tan deseada, cambióles los semblantes, y las sonrisas se ensancharon en sus faces. Todo era ilusión, belleza por doquier, esperanza en “el rojo sol que con hacha luminosa coloras el purpureo y alto cielo” que decía el poema de Herrera.

Cierto rotativo con grapas, dejó a un lado sus grises nuevas, y cambiólas por positivas palabras. Donde antes había desastre, ahora había “cambio”, donde antes había caos ahora había “progreso”. Inevitable era que algunas cosas no fueran perfectas, y esto no sólo consoló al citado rotativo o sus lectores, sino que también a los adalides que tan arduamente habían defendido   la ciudad; pues  quiera uno o no, a todo se acaba acostumbrando el hombre, y  el alegre sentimiento les había privado de  una siniestra diversión, igual que la que siente un lince corriendo tras una ágil liebre.  El  optimismo reinante no impidió que tan inquebrantables espíritus cesaran en el cumplimiento del deber que el destino les tenía designado; había mucho que señalar, muchas verdades que decir, incontables personas sobre las que opinar, así que siempre podía recurrirse al hecho de que “cualquier tiempo pasado fue peor”, o a un estamento superior, que al no estar gobernado por el partido predilecto de los paladines, podía  ser nuevamente el blanco de las iras.

Y así,  contentos y reconfortados, estos caballeros siguieron su cometido, cada día y cada noche, sin descanso, con el filo de sus lenguas y plumas, señalando lo que debía ser señalado, insultando a quien lo merecía, siempre por el bien de la ciudad, y más aún, en nombre del puro amor a Sevilla, que sólo ellos sienten.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...