En una reciente visita, una amiga de Barcelona se sorprendía por ese fenómeno, impensado en la gran mayoría de ciudades pero que en Sevilla es toda una tradición, del arte de aparcar el coche, camión o furgoneta en cualquier sitio: en medio de la calzada, encima de una acera o en un paso de peatones.

Las señales de prohibición no están colocadas por ciencia infusa, sino que responden -la gran mayoría- a un plan de ordenación urbana que prevé, entre otras cosas, salidas de evacuación y vías libres para el acceso de los servicios municipales en caso de emergencia.

Montamos en cólera cuando encontramos al municipal de turno multando libreta en mano, pero consideramos que somos, junto a nuestro coche, el centro del universo y podemos aparcarlo donde nos venga en gana con el manido “aquí nunca pasa nada”.

Ciertos sevillanos no han desarrollado aún la capacidad de pensar en las consecuencias para los demás de los actos que realizan. Así nos encontramos como en la calle Aniceto Saenz, del barrio viejo de La Macarena, donde estuvo cerca de ocurrir una tragedia porque un vehículo mal estacionado no permitió acceder a los bomberos para sofocar un incendio. Y no es la primera vez que ocurre.

Falta empatía, ponerse en el lugar de la persona que va en silla de ruedas, de la ambulancia que debe pasar por una calle estrecha y se encuentra en la esquina con el coche de turno mal aparcado, y con que cualquier día podemos estar nosotros en el otro lado y ser los damnificados. Es deporte nacional criticar a la clase política sin distinciones, pero hay asuntos en los que los principales responsables somos los ciudadanos y, con un poco de civismo, sería todo más fácil.

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