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‘Maratón’ es una palabra que impone respeto nada más oír su nombre, seas corredor o no, 42 kilómetros 195 metros que ponen a prueba tus límites físicos y mentales.

La semana de la carrera es especial, se acerca el día por el que llevas meses entrenando, saliendo a correr sin entender de días fríos, lluviosos, o festivos. Son noches en las que cuesta conciliar el sueño, una mezcla de sensaciones, nervios, ilusión, motivación y cierto grado de miedo, sobre todo si es la primera maratón, como fue mi caso.

La noche antes apenas puedes dormir y llega el ‘día D’,  tú frente a 42 kilómetros y 195 metros que se interponen entre la consecución del objetivo que llevas meses preparando.

La salida de la prueba está rodeada de un ambiente único, 13 mil corredores lanzando sus cortavientos al aire y cantando hasta la línea de salida, mientras el speaker anima a los participantes. Das las primeras zancadas entre una multitud de compañeros, apenas puedes ver el suelo donde pisas pero casi sin darte  cuenta ya estás cruzando el puente de Triana y contemplando la maestranza en los kilómetros 4 y 5.

Llegas a los primeros avituallamientos, bebes sin sed para hidratarte y sigues corriendo y corriendo viendo pasar carteles de kilómetros en los que tu cuerpo va encontrando la armonía entre la zancada y la respiración. Las sensaciones acompañan pero aún queda mucho por delante.

Todo corredor inicia la carrera con un objetivo de tiempo en mente, por lo que al paso por determinados puntos compruebas que vas en tiempo y eso te hace aumentar en confianza. Suelen decir los entendidos que si has entrenado bien, estás preparado para los primeros 30 kilómetros, y que ahí es donde realmente empieza la carrera.

En mi caso era territorio desconocido, puesto que en los entrenamientos no había corrido mayor distancia de 30 kilómetros y desconocía como respondería mi cuerpo a partir de ahí. Efectivamente hasta ese punto, que me llego a las 2 horas y 28 minutos todo había ido perfecto, mejor aún de lo previsto. Ahora empezaba lo que nunca había hecho pero que tantas veces  había imaginado, y fue donde comprendí la frase que leí días antes: «para acabar una maratón debes soñar con ella».

Como tantas veces había imaginado a partir de ahí comencé a acelerar el ritmo, bajando unos 10 segundos por kilómetro. Se acercaba el temido muro, pero pasaban los minutos y no llegaba. Cuando atravesé el parque María Luisa, en el kilómetro 35, las piernas empezaban a responder peor pero la cabeza se hacía fuerte, ella ya había corrido esos kilómetros, y tal como imaginaba el calor de la gente animando te llevaba en volandas.

Así fue como los ánimos en la plaza de España, Catedral de Sevilla y la Alameda de Hércules me llevaron de la mano de nuevo a la Cartuja donde algo más de tres horas antes había empezado todo; ya ‘sólo’ quedaban 3.000 metros para saborear las mieles de la victoria personal y nada podría ya derrotarme pese a la sobrecarga en las piernas y el cansancio físico y mental.

Entonces apareció un nuevo par de piernas, el corazón se bajó del pecho a los pies y cuando quise darme cuenta me encontraba dando la vuelta al Estadio Olímpico de la Cartuja. Tras pelear 42 kilómetros, me tocaban 195 metros para mí, para acordarme de cada día de entreno, de cada rato que le quitas a tu familia y amigos, y en ese momento piensas : «Mereció la pena, maratón. ¡Ya eres mía!»