Setas de la Encarnación/Manuel Alfonso

Por fin viernes. Has quedado en la Judería. Es la segunda vez que os veis. Estás nerviosa, las manos temblando, sabes que hasta la tercera cerveza estarás prácticamente muda. Coges el monedero, miras en su interior. Un billete. Abres el cajón de la mesilla y coges la pequeña caja plateada. Sacas un calcetín, metes dentro la mano y sacas de dentro una llave. Abres la cerradura de la pequeña caja de caudales y sacas otro billete. Por si acaso, piensas. Suspiras. Cierras la caja metiendo la llave en calcetín y cierras el cajón. Ponte las zapatillas deportivas. No es fácil caminar por calles empedradas.

Sal por la puerta de atrás, aprovecha que la monja deja la puerta abierta para sacar la basura, nadie te ve. Los tacones rojos en el bolso, rojo fuego, rojo pasión, rojo amor, rojo deseo. Pronto te pierdes. Estas calles estrechas, laberínticas. Calle Agua. Calle Vida. Oyes el rumor de una fuente y esperas ansiosa los azulejos, el olor a barro mojado mezclado con olor a meado y a guiso. Te asomas a la esquina que desemboca en la plaza. Esperas escondida a que llegue él. Te cambias de zapatos, te pellizcas las mejillas, te pintas los labios.

¡Allí está!, tu corazón se acelera, tu estómago te indica que salgas corriendo, todavía puedes decidir escapar, no te sientan bien los excesos. No hay nada más sexi que sus rizos y su voz ronca.

Tus decisiones y proyectos, olvídalos. Mañana pensaras en ellos. Enderézate, piensa como vas a saludar, pregúntate si es apropiado besarlo en la mejilla o en la boca. Acércate y camina de manera diferente, los tacones hacen que tus caderas oscilen de lado a lado. Eso te gusta.

Mientras te acercas piensa en cómo los vaqueros le quedan perfectos. Huele a sándalo, no sabes si por el barniz de la guitarra que siempre lleva consigo o por algún producto de aseo, aun no sabes… Ni el de ti. No sabéis casi nada el uno del otro. No importa. Puedes preguntarle donde nació. Si tiene familia. Por su guitarra. Pregúntale a que se dedica. Si le gusta la paella, los caracoles o el salmorejo. No lo haces.

Al verte se acerca. Acaba de hacerlo. No puedes creerlo lo has pensado y lo ha hecho. Su mano te ha rozado la cintura y eso te impide pensar, hablar, oír. Dile «Hola, soy Estelle, voy a besarte, voy a olerte y si eres bueno voy a atarte a mi cama».

Una litrona fría aparece por arte de magia. Bebéis sentados en un banco de azulejos de motivos geométricos azules y verdes. Bebes, sorbo a sorbo. Él habla y habla. Segunda cerveza y ya puedes oír alguna palabra de las que dice, tu pensamiento insiste en la idea de hasta la próxima cita… hasta la próxima cita pero has olvidado aquellas listas. Te preguntas como eran aquellas listas, donde están ahora esas listas « después de la segunda cita si te acompaña a casa, beso, la tercera cita mientras le besas puedes pegarte un poco, lo suficiente, esto da mucha información, cuarta cita…». Te esfuerzas por recordar, te preguntas dónde están esas listas. Siguen eternamente, pero hasta cuándo. Te gusta, no lo asustes. Parece que a él le gusta dirigir la función. Déjate llevar es más fácil. Ante la imposibilidad de recuperar esas listas llegas a la conclusión de olvidarlas. Mírate los dedos que escribieron las condiciones para el amor, no los reconoces. Ya no escriben. Dedos que aprietan fuerte la mano de Manuel mientras caminas por la única dimensión posible, sin mirar atrás.

Vete a un concierto de guitarra flamenca. Manuel saluda a los guitarristas con cariño, afectuoso, apasionado del cante, del baile. Una copa, otra copa, otra copa.

Amaneces desnuda en algún ático de la Judería. La luz entra por una ventana de madera hinchada por la humedad y el tiempo. Respiras profundamente. Imágenes descompasadas de manos torpes acuden a tu cabeza, tiras de la sábana para taparte. Sonríes. El cuerpo de alguien que no reconoces en una cama con un desconocido en la segunda cita. Tu cabeza apoyada en una almohada que huele a pelo sucio, recuerdas vuestros cuerpos en lucha descompasada. Acércate y mete la nariz en su cuello. Lo miras, la luz naranja del sol dora su piel morena. Su rostro ajado te habla de vino, noches de excesos y cigarrillos.

Todo ha pasado tan rápido, nada como lo planeaste. Vístete deprisa, tu ropa huele a tabaco. Confías en que la brisa fresca de la mañana haga desaparecer los olores del delito, toda tú hueles a él. Guardas los tacones rojos en una bolsa de tela dentro del bolso. Sal de allí.

Malditos adoquines empedrados, tus pies rígidos, planos, hinchados dentro de las zapatillas deportivas consiguen avanzar pisando por la calzada. Perdida de nuevo por las estrechas calles adoquinadas, laberínticas que por la mañana son aún más bellas. Ignora los olores nauseabundos de vómitos etílicos y excrementos. Camina deprisa. El olor a churros sale de un pequeño establecimiento donde has estado antes. Compras calentitos para dos. Sí, es premeditado, soborna a Inés. Tu estómago se revuelve, céntrate en el olor de los naranjos recién podados.

Has llegado. Decidida llamas al telefonillo con la seguridad de que ha merecido la pena, te abren sin preguntar, subes las escaleras, aprisa, de puntillas. Son las seis cuarentaicinco de la mañana, la misa empieza a las siete, ninguna monja por el camino, te acuestas. Tienes una hora antes de la ducha y el desayuno. Inés duerme. Deja los churros en su mesilla.

El miedo a ser descubierta te acompaña cada día pero tus muslos no obedecen. Te llevan a lugares mágicos de la ciudad. A una cama revuelta. No hay preguntas. Solo Manuel.

Necesitas leer, descansar, dormir. Una monja llama a la puerta. Estás sentada en la mesa que hace de escritorio delante de la ventana, un cuaderno en blanco, intentas escribir algún poema, alguna metáfora, algún verso.

— Señorita Estelle, tiene una llamada de su hermano «que querrá este ahora» —te preguntas. Llevas puesto un pantalón de pijama y una camiseta ancha sin sujetador, ve al armario y ponte un chal por encima, baja las escaleras.

—«¿Allô?», te da un vuelco el corazón, te sonrojas, el que habla es Manuel.

— Estelle cariño, esta noche te espero a las diez, en la Catedral —explica Manuel— vamos a un sitio que te va a gustar.

Dile que no puedes salir cada noche, que estás agotada, el alcohol y el tabaco no te sientan bien. Dile que las monjas sospechan y tu compañera de cuarto te pregunta.

Espera a que se duerma Inés y sal sin hacer ruido. Ponte los tacones rojos al doblar la esquina. Manuel, te espera fumando un cigarrillo, con su guitarra colgada. Sonríe al verte, te toma de la mano, te besa, habláis al mismo tiempo y os reis.

En la pizarra detrás del mostrador, toda variedad de “pescaito frito” te abre el apetito, las personas de la cola compran cucuruchos llenos de calamares, pedacitos, merluza, chocos, huevas, también picos, cucuruchos de rábanos y alguna litrona.

—¿Prefieres huevas, calamares o pedimos un variado con croquetas?—Te pregunta él.

Muéstrate entusiasmada a pesar de tus jugos gástricos protestando y clavándote alfileres.

—Variado con croquetas, muchas croquetas—le dices dándole un billete.

Entra en esa bodega antigua que tanto te gusta. Deja los cucuruchos de cartón encima de la mesa. Levántate y pide vino dulce. Come despacio saborea el proceso. Piensa en ese instante, ese momento que te regala la vida, guárdalo en tu cajón de momentos especiales. Sus palabras huecas enlazadas con sonidos dulces y masculinos, empolvadas de sueños irrealizables, de promesas inciertas, de planes futuros para amantes finitos. Cambia de sitio el cajón color ágata el que dice “carpe diem”, ponlo el primero justo en tu frente, mete este momento dentro, tenlo a mano entreabierto en primera línea, sube los ojos y comprueba que puedes ver la luz verde con purpurina, brillante, luminosa. Cierra los demás cajones grises, apagados, opacos haciendo cola, ciérralos con llave. Arrástralos hacia la nuca.

—Inés, estoy enamorada —dilo de sopetón mientras desayunas.

—Lo sabía Estelle, cuenta… —te dice sonriendo.

—Se llama Manuel, va a celebrar su cumpleaños mañana. Quiero que lo conozcas.

—Imposible no me da tiempo de ir a la pelu, ni al podólogo, con los pies como los tengo

Ve sola a la fiesta de Manuel «litros de alcohol corren por tus venas mujer» entonas mentalmente, no recuerdas como has regresado a tu cama. Mira hacia la derecha. Inés duerme en la cama de al lado. Abre el cajón de la mesilla de noche y saca una caja de aspirina. Traga una pastilla. Tranquilízate y vuélvete hacia el otro lado, vuelve a dormir.

Manuel no da señales de vida en una semana, temes que esté muerto. Coge el teléfono llama a sus amigos, pregunta por él. Mira tus pies doloridos «¡Callos!». Alégrate de no tener que andar con tacones por las calles de esta inmunda ciudad adoquinada. Repasa las palabras de Inés: «los pies siempre deben estar preparados para el amor, perfectos, hidratados».

No salgas de la habitación, no hables con nadie, baja solo a la hora de la comida, pasea un rato con tus deportivas blancas y vuelve a tirarte en la cama mirando el techo. Vomita. Reconfórtate. Muere ahora. Resucita. Abraza al agotamiento, tu compañero de cuarto, tu amante, tu mejor fiesta. Inmovilízate, túmbate en la cama.

Llaman a la puerta. La monja te dice que tienes una llamada. No bajes.

Ahora todas las novelas de amor que Inés sueña se hacen reales en ti. Permanece mirando el techo blanco. Recuerda escenas de vosotros dos pasar como en una película. Cuéntale a Inés. Siente la adrenalina subiendo y bajando de la cabeza al estómago. Mírate… al borde de un precipicio, atada con cuerdas elásticas, cuerdas cedidas por el calor y el tiempo.

Termina lo vuestro. Acábalo, este es un buen momento. Dile que algunas mañanas tienes taquicardias al despertar. Dile: No salgo. Lo siento. Tienes setenta y cinco años, yo ochenta y uno. Pregúntale cómo ha sobrevivido a la última fiesta, cómo habéis sobrevivido, maldita fiesta. Coge el espejo redondo de aumento que tienes sobre la mesilla, mírate en él. Dice Inés que solo te falta un buen tinte. Llama a la peluquera, pídele cita para el viernes antes de que se adelanten todas esas viejas vanidosas.

Tras ejercer como psicoterapeuta durante quince años, es Master de Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla. Leer y escribir le brindan la oportunidad de entender el mundo a través de la vida...

11 respuestas a “Calles empedradas”

  1. Genial. Me encanta, me estaba viendo reflejada en todo y de repente….guau! Enhorabuena! Eres fantástica!

  2. Absolutamente genial. Me encanta, me absorbe. Preciosa historia. Felicidades Stella

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