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Las letras de la comparsa de Jesús Bienvenido, Los Currelantes, entroncan con el descontento de una sociedad dividida y traicionada por sus gobernantes. La única salida es la revolución, en este caso, cantada.

El carnaval, esa fiesta grotesca de falsas apariencias y estética valleinclanesca, siempre ha atesorado un fuerte componente de crítica contra el poder y sus detentores. Bajo la fingida intrascendencia de personajes ataviados con ropajes estrambóticos de diversa índole, esta milenaria tradición vinculada al catolicismo puede interpretarse como un necesario interludio de libertad enmarcado en un ambiente opresivo donde se dan cita las lenguas más afiladas y mordaces del pueblo. Una tribuna tolerable circunscrita a un corto periodo de tiempo, de manera que sus proclamas no sacudan los propios cimientos del sistema.

En el caso del carnaval gaditano, esta fuerte carga juiciosa es ya un reclamo para turistas y aficionados, un hecho que los políticos aprovechan para cosechar beneficios secundarios a pesar de las consabidas reprimendas públicas. Sería un giro demoledor al tradicional curso de la fiesta que las elogiables ideas lanzadas por las distintas agrupaciones calasen de forma determinante en el ánimo de los espectadores y no quedasen como meras críticas vacías y prontamente olvidadas.

En la recientemente clausurada edición del Carnaval 2011, hemos tenido la oportunidad de gozar con una serie de comparsas que han hecho de su compromiso social la bandera bajo la que abrigarse para conquistar al respetable. Entre ellas, una genialidad surgida de la pluma del experimentado autor Jesús Bienvenido y autodenominada como Los Currelantes, un sutil híbrido de obreros, pintores y trabajadores de distinto signo devenidos en artistas deambulantes de circo en busca del trabajo que les roban y los sueños que les prometen.

Escenificada la idea original de forma brillante, la comparsa de Bienvenido se presentaba como el «circo currelante independiente sin jefe ni santo patrón», exhortando a la unión de una clase obrera dividida por los gobernantes para llevar a cabo la revolución de los desheredados, insuflar ánimos a un colectivo «aburguesado por la televisión que los anestesia» que tan sólo «sale a la calle cuando España gana un Mundial». Rememoraban en el segundo pasodoble de las semifinales al legendario líder de la lucha sindical, Marcelino Camacho, recientemente fallecido, para reflexionar acerca de dónde había ido a parar el movimiento, con unos sindicatos serviles a un gobierno socialista traidor que había originado más de cuatro millones de parados, con una grave incidencia en la propia Cádiz.

Eso precisamente es lo que deberíamos preguntarnos todos nosotros. Dónde desembocó ese espíritu irredento de los que lucharon por la democracia; dónde quedaron las revueltas de los estudiantes, «mentalistas de circo sin futuro», dónde los malabaristas que jugaban con las pelotas de goma de esa Policía cruel e inconsciente; dónde la valentía de nuestras amas de casa, «ilusionistas que sacan el pan de sus chisteras», adónde fue el arrojo de los obreros, «equilibristas del andamio». Este circo de payasos que es nuestra sociedad ha plegado su carpa. Ahora, las actuaciones son en privado; las penas se lloran en solitario; el hambre, una vergüenza íntima.

Los Currelantes se han alzado con el segundo premio del concurso, por detrás de esa poderosa y arriesgada actuación de los transexuales de Juana la Loca, y por delante de los locos de Martín Burton; sin embargo, ese poso de crítica, esa incitación sin concesiones a la movilización, merece ser tan sólo el preludio de un cambio de mentalidad, una llamada vital y desesperada a una revolución cantada.

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