Crucificado de la Expiración del Museo/Juan Flores

De los pueblos de la sierra, Alfaohán es la tierra más alta, los pinos de copas planas y verdes cubren las lomas, y desde un lugar secreto en lo más alto, se puede ver el mar. Un cortafuego de arena atraviesa el monte y aunque cada milímetro de campo está cubierto de matorral, un camino de tierra facilita el ascenso hasta el pueblo. Allí en mitad de la nada, todos se preparan para una celebración.

En una casa de terreno irregular por la pendiente de la sierra, dos gatas entran y salen a su antojo, la casa del mirador. Lupe, la galga que siempre acompaña a las niñas se mueve inquieta por la cocina. Desde el porche, situado en la entrada principal se ven los cultivos, rectos y regulares en la falda de la montaña. Esta mañana Cristóbal no forma parte del paisaje. Las niñas cada mañana antes de ir al colegio, se asoman al mirador y se despiden de él con la mano. Pero hoy ha ido de madrugada a la iglesia.

– ¿A qué huele? —Pregunta Pepa en la cama echando humo por la boca y dando un salto en dirección a la puerta—. ¡Ponte la bata, corre, vamos a la cocina!

– ¡Torrijas! —Lola responde abriendo mucho la boca para que salga humo imitándola—. ¡Espérame! —exclama intentando ponerse la bata detrás de la otra niña.
En la cocina la mesa está preparada, y las torrijas esperan en el centro. Cuando Lola oye la palabra torrija se le hace la boca agua, agudiza el olfato. Sabe, a pesar de su corta edad, que hoy es un día de fiesta, sabe que hay que madrugar a pesar de no tener cole. El año anterior muy temprano entraron en la cocina antes que nadie y se comieron todas las torrijas, pero no confesaron. Le echaron la culpa a la perra. Cuando mamá entró a preparar el desayuno, solo encontró la bandeja vacía «Fueron los animales», dijo, y los mantuvo encerrados hasta el día siguiente.

Cada Jueves Santo, las niñas se acuestan con el sabor agrio de saber que Jesús muere en la cruz, y con la impaciencia de verlo salir, mezclado con el deseo de comer torrijas, y de vestir el luto riguroso de la mantilla.

Vestirse de negro, peinarse con un moño tirante sin quejarse; significa para ellas una papeleta de sitio en las tradiciones, en la historia. Acompañar a la cofradía es su penitencia por no decir que fueron ellas las que engulleron golosamente las torrijas y no fueron los gatos, ni Lupe. Tienen miedo de no conseguir terminar el recorrido y una inmensa pena por todo aquello que sufrió Jesús. Pepa y Lola, el Viernes Santo viven en sus carnes la historia tantas veces contada, la sufren, la celebran.

– Mamá, ¿Por qué comemos torrijas?

– Porque necesitas fuerzas para acompañar al señor.

– ¿Entones no estamos tristes?

– Si claro, estamos tristes. Pero tendrás que comer…

– ¡Cuando la gente muere siempre hay torrijas, tonta! Cuando murió el abuelo comimos torrijas gigantes.

– No digas tonterías Pepa, no puedes acordarte. El abuelo murió en julio, ¿Cómo vamos a comer torrijas?

– Sí que me acuerdo, me comí tres torrijas de las grandes. Lola, ¡así de grandes! —cuchichea Pepa, separando mucho las pequeñas manos para indicarle el tamaño a Lola.

– ¿Y… cuando murió el abuelo también lo crucificaron?

– Y le hicieron un paso precioso lleno de claveles y lirios morados, todo el pueblo lo acompañó llorando y le cantaron saetas. Lo mecieron a la entrada del cementerio, tan fuerte que el abuelo con las manos juntas subió al cielo —le dice Pepa, susurrando en el oído a Lola, que la mira con la boca abierta.

– Dejad de decir tonterías y acabaos el desayuno mientras me arreglo, y venid que os peine —Maruja deja la cafetera aún caliente en el fregadero y sale de la cocina.

Las tres están preparadas. Maruja besa a las niñas. Las tres salen por la puerta con la perra. Miran hacia el mirador donde los dos gatos las observan, serios sin moverse, como esfinges doradas por el sol que despunta.

Maruja camina delante en silencio, con el rosario en la mano pasando las cuentas, las niñas detrás, corretean y le tiran palos a Lupe.

Pepa, en la madrugada, se ha despertado por los nervios y ha oído a su padre prepararse para ir a la capilla, la faja, el costal… Su madre hace ruido al preparar los enseres de vuelta, como cada año. Una palangana, toallas, pomadas y todo un kit de supervivencia para un costalero. Están hablando.

– Se fue gritando. ¡Han prohibido las saetas! ¡Hay que hacer el recorrido oficial! No podemos pasar por el balcón de Luisa la costurera. Cogí a Paco por el cuello, por muy alcalde que sea…Viene el concejal «Que hace y ha hecho tanto por nuestra hermandad y por este pueblo». No hay saetas, y se hace la carrera oficial.

– Cristóbal , estamos hablando de Luisa, Luisa Jiménez, la costurera, que ha cosido el manto de la virgen, las túnicas de los nazarenos y todo lo que ha sido necesario coser en veinte años.

– Yo pienso como tu Maru, pero me da miedo las consecuencias, sobre todo las de hoy. El alcalde ha dicho que los guardias estarán para cumplir las normas. Quiere que Luisa se acerque a la calle de al lado a verlo pasar. Solo espero que no tener problemas. No quiero acabar la noche de Viernes Santo en el cuartelillo. No quiero que lleves a las niñas mañana.

– Cristóbal, no hay porqué obedecer, y si el año que viene no hay presupuesto nos apañamos. ¿Pero ya lo habéis decidido?

– No, Esta noche se vota y ya veremos, pero puede ser peligroso.

– Cristóbal, las niñas irán y si puedo votar es un Sí. Luisa lleva todo el año cuidando a su madre enferma y le queda bien poco. Si el Señor pasa a verlas es lo mejor va a hacer este año la hermandad.

Las tres caminan por las calles de piedras y cuestas de Alfaohán. Las tres llegan a la Iglesia. Es temprano y esperan con más mujeres vestidas de negro. Pepa piensa en su padre, bajo el paso. Lo imagina dentro con el Señor, rezando en silencio, concentrado. Esperando el momento de la salida, nervioso. Desea crecer y ser fuerte para poder meterse bajo el paso y sacarlo con los otros. Mecerlo, para que todos vean subir a Jesús por las cuestas de la aldea como si caminase. Pepa se muere de impaciencia. Con un nudo en la garganta, conteniendo el llanto. Deseosa de acompañarlo por las calles del pueblo.

Abren las puertas, no se oyen nada excepto los pies moviéndose de los costaleros. El pueblo susurra, frío y abrupto. El paso se levanta de una vez y las maderas crujen. El Señor a la luz de las velas y de los candiles con cristales vidriados cobra vida. A las niñas se les corta la respiración, Jesús se agacha para pasar por el arco del portón y avanza a pasitos cortos, arrastrando los pies, cegado por la luz de la mañana.

Pepa y Lola rezan cogidas de la mano, piden fuerzas para aguantar el recorrido hasta el final. Pasan por delante del Ayuntamiento, en el balcón está Paco, el alcalde, con el concejal y mecen al cristo en silencio, lo paran justo delante, unos minutos eternos. A Lola se le encoge el corazón en cada parada. Espera la “levantá” el golpe seco del llamador. Las velas salpican, la voz tensa y esforzada del capataz, piensa en los hombros de su padre y los demás hombres. Y entonces otra vez el Señor camina como por sus propias piernas. El Nazareno en el Calvario, adornado de claveles y lirios. Hacia un lado y otro. En la cuesta desaparece, y todos aplauden, eso también está prohibido. Al llegar a la esquina los primeros nazarenos doblan en dirección a la puerta de Luisa. Los Guardias apostados en el centro de la calle no hacen nada, dan paso al Nazareno.

En el balcón esperan Luisa y su madre. El Cristo se para, se mueve hacia un lado y a otro, parece que quiera entrar en su casa, se acerca tanto que si alargan la mano desde el balcón podrían tocarlo. Lo mecen hacia delante, hacia atrás, derecha izquierda y se para. Todo el mundo aplaude. El olor a incienso es más intenso que de costumbre. Alguien canta una saeta:

«Troncada y pura azucena
Cristo yerto de Calvario
Quisiera ser como arena
Para empaparme tu pena
Y hacer de mi un relicario…»

Despiden el paso con aplausos y lo mecen antes de retroceder y continuar. Un nudo en el pecho tiene Lola que le impide hablar. Y por las calles angostas, a pesar de la luz del día, los candelabros proyectan sombras que cobran vida en las paredes encaladas. La madera crujiendo al desplazarse el paso, el olor a vela, a flores, a incienso…

La hermandad del Cristo de la Sangre no obedece órdenes. Hay una reunión clandestina antes de salir. Para tomar decisiones. El beneficio compensa. La inversión económica ha sido grande y todos están inquietos. Los fondos que recibe la hermandad y que se transforman en beneficios sociales y en conservación de las imágenes y mantenimiento son de agradecer pero…

—Tenemos que votar. Los que sean partidarios de cancelar la saeta, y de no pasar por la puerta de Luisa la costurera, que levanten la mano —habla Cristóbal.

Se hace el recuento y pasan el resto de la noche planificando y ensayando el recorrido.

Esto no se piensa, se siente. Desde muy pequeñas, las niñas se dejan llevar por sus emociones. Por la emoción colectiva. Una relación colectiva e individual con el Cristo, con el Nazareno, con el Señor, con Jesús. Un orgullo de pertenencia.

Se alegra con bullicio las calles, una mañana de Viernes Santo. Los balcones esperando el paso. Faldones vino tinto bordados con el escudo de la Cofradía. Mujeres y niñas vestidas de luto. Silencio.

Mantener el cirio recto sin quemar a nadie y no quejarse no es fácil. Las niñas están cansadas, le duelen los pies, piensan en Jesús y continúan.

– Pepa, no puedo más, me duelen los brazos.

– Aguanta, apoya el cirio en el suelo cuando te canses, como un bastón.

Acostadas y rendidas las niñas miran el techo. Satisfechas, recrean historias de muertes y resurrecciones, de nazarenos y caramelos, de justos y pecadores, de buenos y malos. Creen en un mundo donde los que ganan no son los más fuertes sino los que pelean. Donde lo justo no es la única opción. Saben de mundos donde se conspira y hay valientes que se mantienen firmes pase lo que pase. Esperan una fiesta donde el Nazareno con su cruz de madera, viste una túnica color sangre. Sobre un monte de flores rojas y moradas. Una corte de penitentes todos de negro lo acompañan. Y lo mecen, por las cuestas imposibles de su pueblo, al ritmo de los pasos de hombres en zapatillas. Todo Alfaohán recrea, a través de los sentidos, con sabores de torrijas, olores de incienso, llamadores de plata fría y madera vieja que se queja, la imagen del Señor, todos a una suben y bajan las cuestas empinadas. Porque hoy, hasta la banda está de luto. Porque hoy las dos pequeñas han completado la penitencia. Todo está preparado, hay apostados guardias vigilando para que se cumpla el recorrido. En el palco del ayuntamiento, el concejal habla animadamente con el señor alcalde. Todo transcurre lento, en silencio, entre susurros.

Tras ejercer como psicoterapeuta durante quince años, es Master de Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla. Leer y escribir le brindan la oportunidad de entender el mundo a través de la vida...

3 respuestas a “Odres nuevos para vinos añejos”

  1. Pena me da no haberlo leído el viernes Santo, y alegría de haberme trasladado como por arte de magia, de nuevo a las procesiones. ¡Espléndido Stella¡

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