Perfil. Aprovechando su visita a Sevilla con motivo de la gira de promoción de su nuevo libro, retratamos a una de las figuras literarias más representativas del panorama de las letras españolas.

Jesús Benabat. Eduardo Mendoza tiene mucho de escritor clásico, aunque la mezcolanza de lenguajes y formas narrativas que impregna su obra sugieran lo contrario. Poco importa la radicalidad del planteamiento de una novela exacerbada y genial como Sin noticias de Gurb, o la socarronería formal de otra como El misterio de la cripta embrujada; pues, de hecho, su esencia original no hace más que entroncar con una tradición novelística que nos lleva a la herencia atribuida por Cervantes.

Y es que las novelas de Mendoza están concebidas para ser disfrutadas a partir del carácter heterogéneo y transgresor de sus personajes improbables; todo un pintoresco flujo de desheredados, espíritus libres, locos fascinantes y seres perseguidos por sus propias inquietudes, que tejen la trama a golpe de giro inesperado. Pícaros, al fin y al cabo,  que bien podrían haber sido objeto de inspiración de las cervantinas novelas ejemplares.

El propio Mendoza no se esfuerza en reclamar unas referencias intelectuales elevadas que emulen la flemática superioridad de algunos de sus compañeros de profesión.  De este modo, reconoce en Julio Verne y su desbocada capacidad de evocación, o en Salgari y su mundo primario y fascinante, modelos a través de los que pergeñar sus propias aventuras, frenéticas y atractivas en la misma medida que sus padres literarios.

Puede que parte de esta concepción se deba a la misma naturaleza de Mendoza como escritor. Tal y como ha comentado en distintas entrevistas, éste nunca contempló la elección de escribir, pues desde muy pequeño se le presentó como una necesidad irrenunciable. Toda su vida, aun repartida en funciones y cometidos dispares poco o nada relacionados con la literatura, ha girado en torno a ese impulso creativo que enlazaba con la sensibilidad inherente a su existencia.  Hasta que, finalmente,  los méritos fructificaron y posibilitaron una independencia suficiente para erigirse como un escritor de profesión. Hoy mismo, en Sevilla, no ha dudado en aseverar que «si no escribiera para qué iba a salir a la calle, pues no concibe la vida sin literatura».

Pero la talla literaria de Eduardo Mendoza no se detiene sólo en una portentosa capacidad narrativa y un buen gusto por la comicidad en sus historias. Si algo lo caracterizó desde sus comienzos, ejemplarizado con el rotundo aplauso recibido por su primera novela, La verdad sobre el caso Savolta, fue el rol innovador que desempeñó dentro de un panorama literario, el español, que se desembarazaba en esos momentos de la artritis creativa asentada a lo largo de la dictadura. Para ello, concibió una novela clásica en su fondo, deudora de los grandes maestros del XIX, que aderezaba con una visión postmoderna de la realidad y, en concreto, de su ciudad, Barcelona, a la que añoraba en lo más profundo desde su residencia neoyorkina (donde permaneció algunos antes de su retorno).

No es, pues, de extrañar el éxito absoluto de este debut literario, que recibió el Premio de la Crítica y el entusiasmo unánime de crítica y público. Más tarde llegarían otras novelas inolvidables, como aquella divertidísima El misterio de la cripta embrujada (y su protagonista salido de un manicomio), ese tributo romántico a la ciudad condal La ciudad de los prodigios, El año del diluvio, La aventura del tocador de señoras o la aventura romana El asombroso viaje de Pomponio Flato.

Ahora, tras una extensa carrera a sus espaldas trufada de reconocimientos y seguidores, Mendoza es reconocido con uno de los premios más importantes del panorama literario español, el Planeta, por una nueva novela que nos traslada al Madrid de la preguerra, Riña de gatos Madrid 1936, donde vuelve a apostar por el retrato histórico urbano en el que desarrollar tramas paralelas a los grandes temas de la Historia.

La figura de Eduardo Mendoza se agiganta con su sencillez y su sincero amor por la literatura. Qué más se puede pedir a un escritor que atesora entusiasmo, frescura e ingenio aun con el paso de los años. Su herencia literaria lo legitima ya como uno de los grandes nombres de nuestras letras; ese grácil pícaro cervantino que tan bien supo retratar la postmodernidad.

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