Del 2 al 7 de noviembre vida y muerte, realidad y ficción, fueron de la mano en el Cementerio Central de Montevideo/Juan C. Romero

Los cementerios son lugares de paso para los vivos, y de solitarios olvidos para todos los demás. Los focos se encienden a las nueve de la noche para iluminar las gélidas esculturas de piedra de los panteones de uno de ellos en Montevideo. Si ya de por sí resulta para muchos de nosotros inédito pasear por un cementerio de noche,  lo es mucho más si éste se presenta con luces de colores, como un elemento más dentro de una cuidada escenografía. La estampa en última instancia no deja de ser bella; el Central es un cementerio pequeño y coqueto, situado en un alto a orillas del Río de la Plata.

Juan C. Romero. A falta de negros gatos relamiéndose mimosos como en el bonaerense de La Recoleta, desde la Embajada de España en Uruguay, apostaron por traer fantasmas al cementerio. Al fin y al cabo esos entes del más allá siguen tan vivos como presentes en la Noche de Difuntos, y en el imaginario de la gente… de ahí el auge de la fiesta yanqui de Halloween. Los del día dos de noviembre llegaban directos desde España, eran antiguos, populares. Del siglo XIX nada más y nada menos, por más que de la pluma de Tirso de Molina en El burlador de Sevilla los personajes habían salido unos años antes de sus cajas. Blancos difuntos vagando entre animados rostros parlantes. Iluminados en la eternidad de su noche dispuestos a saldar las cuentas pendientes con su Don Juan. Equivocado, el protagonista de la obra Don Juan Tenorio de José Zorrilla, llegó atormentado al Uruguay, en lugar de a su Sevilla natal, en busca de su amada Inés. Se ve que en el cielo también tienen lapsus a veces.

Como a los muertos no temo, eché un vistazo a los vivos de mi alrededor para ver si estaba definitivamente a salvo. En efecto, no tenía nada de qué temer. El público de esta primera función, aunque diverso, lo nutrían anónimos matrimonios de blanqueadas cabelleras arreglados como si de un domingo se tratara, mezclados con representantes e invitados de la embajada española y del Teatro El Galpón. Había periodistas buscando con sus cámaras echar carne al asador de la próxima jornada. Complacientes, en las penumbras del cementerio parecían todos sorprendentemente cómodos. Seguían la escena desplazándose entre las tumbas por diferentes espacios donde transcurre la trama, guiados por el actor que daba vida al escultor… el único que al término de la obra logra salir vivito y coleando de la ficción.

Jocosos comentarios rompían por momentos el silencio sepulcral de los vivos, sin que desde Villa Abajo pudieran alegar nada en su defensa. «Cuidado cariño, andamos en lo alto del abuelo», puso una sonrisa en mi rostro, mientras un atormentado Don Juan oía doblar las campanas al tiempo que pasaba por sus retinas el cortejo de su entierro. La desgarradora voz de una saeta con toques de tambor retumban en el fúnebre marco que despide la obra. El protagonista ha tenido una muerte dulce, camina junto al fantasma de su amada hasta perderse en la oscuridad del cementerio. Las luces se apagan. Los muertos vuelven a su eterna soledad repleta de olvidos. No hay más vida que la nuestra, y estos recuerdos de una noche de difuntos.

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