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Crítica. La película de Edgar Wright rinde un entregado homenaje al mundo de los videojuegos y sus aficionados a través de una frenética trama que combina la estética retro de los salones de juego y un transgresor uso de las nuevas técnicas cinematográficas.

Jesús Benabat. Si a muchos encandiló esa sátira del mundo postmoderno en el que héroes de pacotilla ascienden a lo más comentado de la red a golpe de click, es decir, ese genuino intento de innovar los códigos cinematográficos hasta acercarlos a la actual sociedad virtual que era Kick Ass; muchos más disfrutarán de un nuevo experimento, a años luz en cuanto a radicalidad y riesgo de su precedente, que llega ahora a nuestras pantallas lastrado por sus discretos resultados en la taquilla veraniega estadounidense. Scott Pilgrim contra el mundo supone la realización absoluta del sueño de cualquier geek o aficionado a la informática y videojuegos. De hecho, este particular proyecto de Edgar Wright (basado en la novela gráfica de Bryan Lee O’Malley) es, en sí mismo, un indisimulado tributo a una generación que nace y crece al calor de los ordenadores de mesa y terminales de ciber, fascinada por los arcaicos movimientos de héroes rudimentarios y los adictivos sonidos reproducidos en bucle.

Nuestro improbable protagonista, el sosainas y desgarbado Michael Cera (¿a alguién más le recuerda a Berto, el compañero fiel de Buenafuente?), no se queda en la reproducción cutre de los movimientos de sus héroes favoritos de cómic, como ya intentara el bueno de Aaron Johnson en la ya mencionada Kick Ass, sino que logra erigirse, febrilmente claro, en uno de ellos para luchar contra la malvada liga de las ex parejas de la chica de sus sueños, Ramona. Sería absurdo encontrar un mínimo de coherencia en una trama que, sin duda alguna, no la busca, por lo que la actutid más racional es, simplemente, dejarse llevar por una fluida sucesión de situaciones rocambolescas y eminentemente producto de las más desaforada imaginación de un adolescente adicto a la PlayStation.

Ahí está la gracia. Y es que Scott Pilgrim, además de ser el bajista de una cañera banda de rock con escaso éxito, se dedica a enamorar con sus ¿encantos? a toda la chica que se precie, desde una estrella del pop que finalmente le rompió el corazón, hasta a una entusiasta asiática de 17 años, pasando, naturalmente, por la susodicha Ramona. Sin embargo, para lograr conquistar el corazón de esta última, extravagante y enigmática chica recién llegada desde Nueva York, deberá emplearse a fondo y luchar a muerte con toda una serie de inefables personajes con superpoderes y unidos por una experiencia común, haber sido parejas durante algún tiempo de la chica en cuestión. Un hecho poco preocupante para Pilgrim, quien descubre unas destrezas ignotas en el combate cuerpo a cuerpo que ya las hubiese querido para sí cualquier personaje de Bola de Dragón.

La película es, de hecho, toda un despropósito visual y narrativo que funciona a la perfección como entretenimiento retro en cuanto al público al que apela, y profundamente innovador en las técnicas utilizadas para llevarlo a cabo. Como una explosiva coctelera agitada con fruición, Scott Pilgrim desata un poderoso compuesto cinematográfico en el que se combina el más irredento espíritu indie made in usa (estilo Pequeña Miss Sunshine, por ejemplo), combates imposibles herederos de la saga Matrix, estética de videojuegos clásicos como Tekken o Street Fighter, onomatopéyicas escenas de ritmo frenético, diálogos afilados de sarcasmo desganado y una evidente tendencia a la autocomplaciencia geek.

El resultado es audaz, acelerado y disfrutable, aunque, naturalmente, no vaya a contentar a todos. Edgar Wrigth (director de la parodia Zombies Party) desarrolla en la película una desenfadada amalgama de códigos pop autorreferenciales que une de forma notable al lenguaje cinematográfico más tradicional. No en vano, la historia no deja de ser un romance; chico apocado que conoce a chica transgresora y quedan destinados a estar juntos a pesar de las evidentes diferencias. Para ello, Wright se rodea de toda una terna de jóvenes actores-promesa que inundan la pantalla de frescura, desde los ya consolidados Michael Cera, Chris Evans, Brandon Routh, Kieran Culkin o Jason Schwartzman hasta una sucesión de nombres que darán mucho que hablar; Mary Elizabeth Winstead, Anna Kendrick (nominada al Oscar por Up in the Air), Abigail Chu, etc.

¡Los freakies al poder! parece gritar la sección juvenil del Hollywood de blockbusters. Ya no están en boga las cazurras comedias de adolescentes con el sello American Pie, ni los acaramelados romances de pastiche, ni siquiera ese persistente género de terror que poco tiene que aportar ya; ha llegado la hora de los raritos de la clase, ya sean góticos o geeks, que mueven el cine con una evidente muestra de orgullo de clase. Scott Pilgrim contra el mundo es sólo un ejemplo más de ello realizado con vigor y ritmo, al mismo tiempo que con una transgresora motivación de innovar, algo bastante improbable, por otro lado, de hallar en estos tiempos de estatismo creativo. Producto, así pues, muy apreciable para los familiarizados con el mundo de los videojuegos y algo menos sugerente para aquellos más alejados de esa curiosa esfera de ficción. La sensación dominante cuando sales del cine es que acaba de permanecer casi dos horas en la sala de juegos más ruidosa y fascinante de tu vida.

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