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Filmoteca. La última película de un maestro de directores como Joseph L. Mankiewicz contó con la abrumadora presencia del veterano Lawreance Olivier y un valor en alza ahora devenido en clásico de la interpretación Michael Caine. Imprescindible en nuestra filmoteca.

Jesús Benabat. Si estos humildes servidores que aquí, en esta página web, escriben sus divagaciones acerca de las películas que nos hacen disfrutar como espectadores, realmente querían dotar de cierta legitimidad o, llamémosle, calidad cinematográfica, a este encomiable proyecto de filmoteca, han encontrado finalmente la piedra angular en la cinta que hoy se reseña. Cualquiera cinéfilo puede ratificar felizmente La Huella como una de las mejores películas de la historia del cine, por lo que quién fuese el encargado de hablar de ella no importaba en demasía; había que hacerlo.

La Huella es una película que sorprende de principio a fin, que deslumbra por el talento de sus intérpretes y fascina por el simple hecho de con qué maestría está rodada. Y es que no es un hecho fortuito que tras las cámaras se resguardase el gran Joseph L. Mankiewicz, creador de obras maestras de la talla de Julio César, Eva al desnudo o La condesa descalza, que ponía punto y final a su exitosa carrera cinematográfica con una película basada en la obra teatral de Anthony Shaffner.

Es precisamente en su esencia dramática donde reside el gran éxito de la misma, a través de unos diálogos prodigiosos y una puesta en escena elegante, de pulcritud académica. Mankiewicz fue siempre reconocido por el talento literario con el que impregnaba cada uno de sus guiones, la densidad de sus diálogos, la hermosa retórica que dotaba de ritmo a la trama. Se prodigó siempre en grandes escritores como Graham Greene, Shakespeare o Tenessee Williams que servían de base irrenunciable al esqueleto visual que posteriormente ensamblaba con poderío y rotundidad. Y por todo ello, su carrera no sufrió vacilaciones (al menos por su calidad, pues es de dominio público el fiasco comercial de Cleopatra), nos ofreció películas para el recuerdo, en las que se adentraba en el perfil más psicologista de los personajes, ayudándolo del mismo modo a la dirección de sus actores. La Huella fue un inmejorable broche final que lo encumbró como uno de los grandes.

El argumento es sencillo. La película arranca con la llegada de Milo Tindle (Michael Caine) a la mansión de un excéntrico escritor de novela negra aficionado a los juegos de ingenio y adivinanzas, Andrew Wyke (Laurence Olivier). Tras un comienzo ilustrador de lo que presenciaremos en el resto de la película en el que se escenifica un laberinto de setos confeccionado por el propio Wyke y la consecuente desorientación de Milo, las verdades ocultas se van desvelando progresivamente; en realidad, Milo es el amante de la esposa de Wyke y acude a la mansión de este por petición expresa del mismo.

A partir de aquí, una compleja trama de juegos macabros e hilarantes se abre ante el incauto espectador, sorprendido una vez tras otra por los giros del guión. Los cómplices de Mankiewicz para sustentar La Huella son de excepción; un joven Michael Caine que sufre y juega en un registro ciertamente camaleónico, y el veterano Laurence Olivier, maravilloso en su papel de viejo retorcido y obsesionado al que dota de pura comicidad.

Probablemente, sin unas interpretaciones tan brillantes (ambos fueron nominados al Oscar, con la mala suerte de toparse con Brando-Corleone), el elegante guión de Mankiewicz hubiese quedado incompleto, nadando en un mar de palabras sin sentido. No olvidemos que La Huella es una película de dos horas y cuarto de duración, con una sola localización y dos actores (muy convenientemente, Mankiewicz colocó en los créditos nombres de actores falsos para hacer creer al espectador de que aparecerían más personajes), por lo que el riesgo de tedio era elevado. No obstante, y ahí se erige como verdadera obra maestra, La Huella te deja con ganas de más, se mete en tu cabeza con esos sonidos chirriantes e hipnóticos, juega al escondite con el espectador, deslumbra en su autoconsciente ambigüedad.

Por estas y muchas más razones La Huella merece estar en nuestro altar particular de ídolos, de película irremplazable para el recuerdo. Su visionado, una obligación para con el cine.

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