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En este artículo se hace un repaso a algunos aspectos de la crítica de las costumbres realizada por José de Cadalso en su novela epistolar Cartas marruecas (1789), crítica que, a pesar de ser en algunos puntos insuficiente y aun contradictoria, denuncia una problemática social cuyos ecos llegan hasta nuestros días.

Javier Gato. En el verano de 1789, mientras en el país vecino estalla la Revolución que ha cambiado decisivamente nuestra sociedad y nuestra cultura, el Correo de Madrid publica póstumamente y por entregas Cartas marruecas, novela epistolar de costumbres escrita unos quince años antes por el poeta José de Cadalso. Esta obra, a medio camino entre el ensayo, la narrativa y el cuadro de costumbres, no tuvo un gran éxito en su día; sin embargo, la crítica a las costumbres españolas realizada por Cadalso sigue hoy vigente en muchos aspectos, lo que convierte a Cartas marruecas en un clásico de pleno derecho de la literatura en lengua española.

José de Cadalso, antes de afincarse definitivamente en España e iniciar su carrera militar a causa de sus problemas económicos, tuvo la oportunidad única de estudiar en París y más tarde en Londres. Nosotros, que en menos de un minuto podemos descargar el programa de una asignatura que se estudia en California, estamos muy lejos de comprender la situación de cerrazón cultural que imperaba en la España de entonces, apegada a la escolástica más rancia.

Cadalso estudió en el Colegio Luis el Grande de París, donde debió de toparse por los pasillos con el mismísimo marqués de Sade, y más tarde amplió sus estudios en Londres, que  llevaba tiempo siendo la ciudad más cosmopolita e ilustrada de Occidente. Estos viajes permitieron a José de Cadalso adquirir una perspectiva sobre el saber y las costumbres de la Europa dieciochesca de que carecían todos sus compatriotas, hostigados hasta entrado el siglo XIX por el Santo Tribunal de la Inquisición.

Aunque en Cartas marruecas nuestro autor expresa a través del ilustrado Nuño su sentimiento patriótico y se guarda muchísimo de criticar la política de los Borbones y los temas de religión -cosa que sí haría, sobre todo en este último aspecto, Francisco de Goya-, sus comentarios sobre la problemática social de España no habrían sido tan ricos ni tan trascendentes de no haber establecido contacto con el pensamiento y la literatura de Francia y de Inglaterra. De hecho, la propia propuesta textual cadalsiana (una novela epistolar de costumbres en las que un extranjero comenta, desde la objetividad de la distancia cultural, los defectos de nuestra civilización) entronca claramente con las Cartas persas de Montesquieu y con las cartas chinas de Un ciudadano del mundo, de Oliver Goldsmith.

Me interesan mucho las reflexiones de Cadalso sobre «el ser de España», tema continuado por Larra y Mesonero Romanos pero definitivamente consagrado por el grupo de escritores regeneracionistas, comúnmente estudiados como «generación del 98». La novela no tiene más argumento que las numerosas anécdotas, reflexiones y consejos que se intercambian el ilustrado español Nuño Núñez (trasunto de Cadalso), el joven embajador de Marruecos Gazel y su maestro, el sabio anciano asceta Ben Beley. Buscando la profunda causa antropológica por la cual el pueblo español es, entre otras cosas, incapaz de apreciar el trabajo duro, el estudio y el espíritu emprendedor, Nuño se remonta hasta la Edad Media para dar su explicación.

Según José de Cadalso, la invasión musulmana fue un impacto brutal en el inconsciente colectivo de los cristianos peninsulares cuyas consecuencias llegan hasta su época, e incluso hasta hoy. Los reinos del norte, amenazados constantemente por los ataques musulmanes y comprometidos con la Reconquista del territorio peninsular, se vieron obligados a crear una sociedad y una economía de guerra que privilegiaba la fuerza física y la destreza bélica en detrimento de las artes y de las ciencias, más proclives a cultivarse en un ambiente de estabilidad política y de paz. Con los Reyes Católicos y el fin de la Reconquista parecía que los reinos de Castilla y de Aragón iban finalmente a crecer intelectualmente como el resto de países vecinos, pero la extinción de esta dinastía y la llegada al trono de los Austrias cambió completamente el panorama esperanzador que se abría.

Los Austrias, movidos por la excesiva ambición de dominar toda Europa y de erigirse en campeones del catolicismo, no hicieron sino fomentar aún más el desprecio por la industria, el espíritu burgués y el conocimiento científico, haciendo participar a España en innumerables e inútiles guerras que provocaron sucesivas bancarrotas. A esto hay que añadir -porque Cadalso evita entrar en temas religiosos- que durante nuestro Siglo de Oro, el ejercicio de las profesiones liberales y de las actividades comerciales, financieras e industriales eran vistas como signos inequívocos de judaísmo y de protestantismo, pues bien es sabido que los judíos se dedicaban tradicionalmente a estos oficios y que Calvino ensalzaba las riquezas materiales procedentes del trabajo duro como una bendición de Dios. Así, nos encontramos con un pueblo conformista y perezoso, al que produce náuseas la sola mención del trabajo y del espíritu emprendedor, y para el que la mejor vida es el golpe de suerte, el «hacer las Américas» (o el ganar la lotería de nuestros días, que es lo mismo), o bien la aurea mediocritas: la vida estática y monótona, la ley del mínimo esfuerzo.

Si nos paramos a observar, veremos similitudes alarmantes en estas actitudes, aún pertenecientes al Antiguo Régimen, y las actuales. Gazel se sorprende en Cartas marruecas del absoluto desprecio por el estudio y el aprendizaje de cualquier oficio de un joven señorito andaluz, que sólo piensa en borrachera, cante, baile y palmas mientras vive de su familia: el testimonio de este aristócrata del XVIII no se aparta lo más mínimo del de cualquier adolescente -y no tan adolescente- de la «generación ni-ni» que va al botellón cada fin de semana.

El sueño de todo español en la época de José de Cadalso era ser hidalgo, para estar eximido de trabajar -en tanto que un noble no podía desempeñar un oficio sin perder el honor- y llevar una vida ociosa, mantenida gracias al cobro de algunas rentas. Incluso muchas personas que pasaban por ser hidalgas pero que no podían «llegar a fin de mes» preferían pedir limosna en las iglesias antes que acabar deshonradas por una profesión.

Hoy en día se han olvidado muchísimas actitudes sociales del Antiguo Régimen, pero la figura del hidalgo ha sido sustituida por la del funcionario: todo el mundo quiere tener un trabajo lo más inmovilista y cómodo posible, su mes de vacaciones y su sueldo fijo al mes. Nada de estudiar e investigar incondicionalmente para que la ciencia y la cultura españolas sean respetadas en el mundo, nada de dejarse la piel en el trabajo para poder comer al día siguiente, con la satisfacción de que se está comiendo el pan mojado en el propio sudor. No importa hacer algo «importante», sino «vivir bien», sin complicaciones.

Quien no es funcionario porque es, por ejemplo, tendero, intenta por todos los medios asemejarse en lo posible: no abrir ya ni siquiera los sábados, abrir cada vez más tarde y cerrar cada vez más temprano… En estas fechas veraniegas nos encontramos en Sevilla con comercios que, en pleno horario laboral, se hallan cerrados simplemente porque al dueño le apetecía dormir la siesta en su casa en vez de estar ganándose el pan. En otros países esta actitud es impensable, puesto que el trabajo es algo sagrado. Así les va, y así nos va.

El joven Gazel no encuentra apenas en la sociedad española a personas preocupadas por esta actitud de asco por el trabajo y el estudio, salvo a Nuño y otros casos muy aislados. Los escasos «hombres de bien», como aquel al que Gazel alaba en la carta LXIX, son pesimistas y prefieren huir al campo y desentenderse de los defectos de la sociedad, siendo ésta otra cara de la aurea mediocritas. El resto de los personajes que pululan por la obra ni se plantean la necesidad del cambio; se limitan, como los jóvenes de Exhumación de Luna Miguel, a refugiarse en la frivolidad y copiar modas extranjeras, así como gastar grandes sumas de dinero en productos de importación en lugar de preocuparse por potenciar una industria nacional.

Esta dependencia económica se traduce en dependencia cultural, nacida de un complejo de inferioridad, y se refleja en el lenguaje: Cadalso critica agriamente la manía del galicismo innecesario, pues la lengua española, salvo por los tecnicismos propios de ciencias cultivadas en el extranjero, posee la suficiente riqueza léxica como para no tener que recurrir a las voces de la lengua de moda en los salones más sofisticados de la Villa y Corte. Desde 1774 hasta nuestros días, la hegemonía mundial ha ido pasando de un país a otro, y hoy día nos enfrentamos al mismo problema al que se refiere José de Cadalso, aunque con el inglés.

El spanglish, o el propio español coloquial de muchos jóvenes hispanoamericanos, son solamente el extremo más vergonzoso del desconocimiento que tenemos los hispanohablantes de las infinitas posibilidades de nuestra lengua. Quién más y quién menos no se ve todos los días bombardeado por productos comerciales, eventos culturales, programas de televisión y giros coloquiales que parece que sólo pudiesen nombrarse en inglés, porque parece que, así, somos más modernos y tenemos más mundo. After hours, Opening Night Party, Coffee shop, tea dance, Love Ball, Pride Parade, house club, cool, trendy, highbrow, best-seller, hit… resuenan en nuestros oídos día sí y día también. ¿Les suena a los estudiantes de Comunicación aquella barrabasada de decir «comunicacional» e «informacional»? Seguro que sí.

También Cadalso se detiene en el vicio de la pedantería, tan extendida en su siglo como en el nuestro. Este tema, sobre el que versan su sátira Los eruditos a la violeta y tantísimas otras obras de la Ilustración española, merece un artículo -o varios- aparte, dada la extensión que ocuparía su análisis. De entrada, no puedo sino pensar en la condición postmoderna. En tanto crítico literario que se desvive por asustarnos cada vez que puede con palabrejas monstruosas que habrá aprendido de memoria de algún libro y que ni él mismo entenderá; en tanta referencia a la intertextualidad, a lo «meta-«, a películas y libros raros que ni vienen al caso ni sirven para llegar a ningún sitio en el análisis crítico; en tanto empeño por hablar de «literatura posmoderna española» sin haberse parado a estudiar nuestra peculiar Historia literaria del siglo XX, totalmente ajena a los movimientos literarios del resto del mundo en aquel entonces; y qué anhelo por hacer Historia de la literatura con libros que se han publicado hace diez minutos, y todo por desconocer los principios y métodos de la Filología.

Aunque escritores y periodistas no vivamos ya bajo el acoso de la Santa Inquisición, todavía vivimos en un país donde la gente no parece haber cambiado mucho desde Carlos III. José de Cadalso, desde sus Cartas marruecas, nos sigue obligando a preguntarnos por el sempiterno problema de España. Y también -de ahí que jamás pase de moda- nos sigue obligando a darle respuesta. Y solución.

José de Cadalso, Cartas marruecas. Noches lúgubres, ed. de Russell P. Sebold, Madrid, Cátedra, 2000

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