We-Come-as-Friends

El Festival de Cine Europeo estrena la nueva obra de no ficción del realizador austríaco Hubert Sauper. En el otro extremo, Pablo Llorca documenta el colapso de la ‘España del ladrillo’.

Tras su exitoso paso por la Berlinale y Sundance, certámenes donde resultó ganadora de sendos premios, la cinta ‘We Come as Friends’ de Hubert Sauper fue estrenada ayer en territorio español dentro de la sección “Las Nuevas Olas: No Ficción” del SEFF 2014. El realizador austríaco acudió al festival hispalense para presentar su película y conversar con el público asistente a la proyección.

Igual que en su obra previa, la también premiada ‘La pesadilla de Darwin’ de 2004, Sauper regresa al continente africano para registrar los entresijos del neo-colonialismo a principios de la nueva centuria. El director emprende un recorrido por la geografía física y humana de Sudán del Sur, un viaje fascinante para el que se vale de un aeroplano fabricado por él mismo y de su cámara como testigo de  lo acontecido.

Durante las casi dos horas de metraje, el espectador presencia las maniobras insidiosas e interesadas de los nuevos agentes de la colonización occidental de África (fundamentalistas cristianos llegados desde Tejas, inversores chinos, etc.), y el impacto de estas acciones en la realidad política del país y en la vida diaria de sus habitantes. Sauper vuelve a utilizar un estilo que bascula entre la observación no participativa y la reflexión poética, no exenta, en palabras del propio realizador, de considerables dosis de comedia negra.

Cabe notar las semejanzas de la cinta de Sauper con otra obra de no ficción proyectada en ediciones anteriores del SEFF, la co-producción franco-belga-finesa de 2005 ‘Congo River, au-delà des ténèbres’, dirigida por Thierry Michel. En ambos casos, se trata de poderosos viajes iniciáticos, inusuales ‘road movies’ documentales y alucinadas sobre la historia pasada y presente del drama africano. Sobre las mismas, sobrevuela la sombra del discurso conradiano de ‘El corazón de las tinieblas’ para vehicular reflexiones contemporáneas sobre la mala conciencia del hombre blanco en el continente negro.

También gravitando en torno a una variante no ficcional del formato de la ‘road movie’, el madrileño Pablo Llorca dejó en la sesión de ayer su nueva producción documental, ‘País de todo a cien’. La cinta, encuadrada, igual que el largo de Sauper, en la sección ‘las Nuevas Olas: No Ficción’ del SEFF, se presenta como complemento a ‘El gran salto adelante’, dirigida por el mismo Llorca y presente en la sección ‘Resistencias’ de esta edición del festival sevillano.

‘País de todo a cien’ registra el viaje de Llorca y un amigo finlandés por la España surgida tras el derrumbe de la burbuja inmobiliaria. Así, sobre la locución de Pedro Casablanc, voz narradora que transmite los textos del propio Llorca, desfilan ante los ojos del espectador los restos del naufragio: estructuras monumentales en desuso, urbanizaciones inacabadas y reconversiones del espacio público en parques temáticos en beneficio del lucro privado.

La película de Llorca se une a otras presentes en este SEFF –como las de Ion de Sosa, Marcos Martínez Merino o el colectivo ‘lacasinegra’–  para demostrar que en el cine español del presente aún hay vida más allá de los Niños, los Torrentes y los apellidos vascos. Frente a estas últimas muestras de ficción comercial esquiva acerca de la problemática nacional contemporánea, las películas de Llorca, y de un número significativo de creadores españoles presentes en este SEFF, dejan constancia de una imperiosa sensación de declive. Todo ello desde una mirada crítica y un afán de exploración sobre las nuevas formas cinematográficas.

En el caso de ‘País de todo a cien’, la valía de la película como testimonio crítico sobre la realidad social y política es desmerecida por la insistencia en la tan traída sensación de “inmediatez” adherida a la no ficción, o a las llamadas “ficciones híbridas”. Dicha inmediatez se conjuga en el filme de Llorca en unos 95 minutos de metraje plagados de desencuadres, reencuadres, planos desenfocados, vertiginosos zooms y movimientos irregulares de cámara llevados a su versión más paroxística (y mareante). A su vez, la narración incansable de Casablanc, inaccesible al desaliento, se encabalga con las imágenes hasta llegar, en algunas secuencias de la película, a aniquilarlas por completo.