Si Henri Cartier-Bresson hubiera presenciado, Leika en mano, a ‘El Pele’ cantando un soleá, hubiera renombrado a su ‘instante decisivo’ con el término ‘quejío’, que para los fotógrafos que inmortalizan el flamenco no es más que aquella expresión artística que embruja a la cámara y sincroniza el pellizco en la boca del estómago con el disparo oportuno.

Quién dice El Pele, dice Antonio Mairena, cantaor coetáneo con el fotógrafo francés, o dice cualquier otro de los grandes que esta expresión artística enraizada en Andalucía ha dado a lo largo de la historia. El quejío no es propiedad privada de un flamenco en particular, sino del mismo arte que la UNESCO elevó a la categoría de Patrimonio de la Humanidad.

Cartier-Bresson defendió a lo largo de su vida “la importancia de no forzar la fotografía” y en el flamenco el fotógrafo espera con paciencia a que la expresión artística fluya, atento siempre, a ese ‘instante decisivo’.

El flamenco estimula los sentidos. El oído y la vista se aúnan para que el quejío pellizque en las entrañas y el fotógrafo, como uno más, dispare en ese preciso momento. El fotorreportero francés entendió que la fotografía tenía la capacidad única de capturar el tiempo, de suspenderlo y mantenerlo vigente de forma indefinida, pensamiento que sintetiza el ‘instante decisivo’ y que se ha convertido en dogma dentro de la profesión fotoperiodística.

Para los que fotografían flamenco, el quejío se convierte en una unidad de tiempo y de cantidad. Una fotografía dura lo que dura un quejío y cada quejío es una fotografía. El dedo apostado en el disparador de la cámara, como si de un gatillo de fusil se tratara, queda a la voluntad del flamenco al igual que los trazos del pintor queda a expensas de las musas y la inspiración.

El quejío es un término acoplado al instante, indisolubles y cogidos de la mano. Los quejíos son instantes de magia: desgarro en la voz, fuerza en el baile y destreza en el toque. El quejío es un estímulo fugaz mientras que sus consecuencias permanecen en el tiempo  inmortalizados a golpe de obturador.

El fotógrafo vive el cante, el baile y el toque con la angustia propia de realizar encuadres irrepetibles, lo que se ajusta a la afirmación de Henri Cartier-Bresson:  “de todos los medios de expresión, la fotografía es el único que fija el instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen y que, una vez desaparecidas, es imposible revivir”.

Al final, fotografiar, consiste en estar delante de una realidad que aparece y desaparece de forma vertiginosa e imparable, más aún cuando hablamos de flamenco. Seleccionar ese fragmento de lo real para convertirlo en realidad sin dejar nada al azar, distingue al mejor fotógrafo del más voluntarioso aficionado.

Licenciado en Periodismo. Actualmente en Sevilla Actualidad y La Voz de Alcalá. Antes en Localia TV y El Correo de Andalucía.