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Corpus: cuestión de cofradías, por Francis Segura

Pre-corpus, por Mercedes Serrato

No es una leyenda, tampoco una frase hecha. La ciudad se despierta frotándose los ojos, como con una blancura virginal de noche en vela.

En la naturalidad, en el desorden, en lo salvaje reside el orden de las cosas. Los vencejos no cantan si no es por la tarde; aquí cantan porque el silencio es un estruendo excesivamente indecoroso para la corte.

Una suerte de nobleza hincha el pecho de efebos y de los no tan efebos. El ver y dejarse ver son tan complemento como la tónica a la ginebra y como el perdedor al roma del puro. El habitante que porta cirio, al saberse reconocido por un compadre que espera el devenir de la procesión, echa hacia delante el pecho como el torero antiguo que sonríe al verse reconocido por el joven. Con el aroma de las lascas de romero pisado se sucede la sinfonía de expresiones y gestos, malegro verte, Rafael! o que bien te veo, Juan! ,como sinónimos de un El año que viene salgo!.

Ángela, Paula e Ignacio casi no levantan tres palmos del suelo pero acuden de la mano de su padre al despertar periódico de la otrora ciudad imperial. Ellos aún no lo saben, lo atisban en la lontananza de su entender, pero el imperio que los muros perdieron -y que cada año resucita por esta época- nace y vive siempre en su inocencia de niños. Sor Ángela saluda a la turris fortissima descubriéndose ante quien aguarda en palacio escondido bendiciendo. San Isidoro y San Leandro lucen jóvenes a pesar de los años. El conocimiento, sin ocupar lugar, quita años, pesares y disgustos.

Casi abrumadas, las santas que escoltan a la Giralda acuden al relucir del sol por la solemnidad del cuerpo y la sangre. Es una mañana para deleite de los poetas al calor de la belleza virginal de una ciudad que empieza y acaba en el tesoro que jamás se somete al arbitrio general: la conciencia de uno mismo. La Inmaculada con el cantar de los vencejos se mueve. A la llamada del cuerpo consagrado acude. No es una mañana -ya- de manjares de los que algunos dicen que son patrimonio etnológico, sin llegar a comprender, siquiera de lejos, lo que significa tal. La exageración no es virtud, como tampoco lo es darse golpes de pecho por proclamar la pureza y continuidad de la costumbre.

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A fuerza de proclamar esa pureza de la costumbre que «ha sido el motor de la corte´´ (sic) , todavía habrá algunos que crean que el Rey Santo entró en la ciudad preguntando por su ETIS, como algún ministro que creyó, muy convencido, que Cristo llegó al Gólgota montado en Vespa.

La plata de aquellas Indias del esplendor de la urbe custodian el principio y el fin. Debe deslumbrar tanto el metal de las américas que alguno aún parece darse por no enterado de que únicamente hay que abrocharse un botón del blazer. Deban tal regla a un Lord inglés que, por lo orondo de su figura, solo podía abrocharse un botón de la chaqueta. A las damas del cortejo nada se les puede reprochar, nada se les debe reprochar… salvo alguna cosa, como dijo aquel.

La magna obra de Juan de Arfe avanza sobre ruedas por imposibilidad de ser portada por costaleros. La ciudad, en cierta ocasión, rechazó el andar de los pasos con ruedas, con tal batalla campal -según las crónicas- que se entienden muchas cosas de la razón incorpórea de la metrópoli imperial. La noble capital es también muy heróica por gloria del felón Fernando VII. Lo que no sabía el Borbón de la jaula de oro es que esa misma villa es también muy puñetera, como el país a cuyo calor vive. El alcalde recibe manos calurosas, el hombre se planta un chaqué con gracia, coge su vara y se acaban las discusiones sobre si el corregidor cree o no cree, tomando tal juicio como vara de medir de las obras y gestiones presentes y futuras, «Lo hará bien, pero si no le gusta lo que es esta ciudad mal vamos´´, escucho entre el gentío al paso sonriente del regidor.

El imperio va a cerrar. El sol ha terminado de salir y ya se celebró lo suficiente -o no- el cuerpo y la sangre. El Rey Santo ofrece el mundo en su mano a una torre que parece mostrarse indiferente ante la evidencia. Clamor y espantá ante el padre de Alfonso. Brillan los ojos de los niños al ver la esfera en mano de Fernando, mirada inocente ante lo evidente, que este imperio del Corpus no es más que un reinado de ida y vuelta de amanecer y medio día. Una mañana que empieza y acaba en la inocencia de miradas de infantes que buscan respuesta a lo que ocurre, en estas calles, en las palabras de sus padres.

Pobre ya del Rey Fernando, que está volviendo a su morada eterna y en esas que -entrando- parece exclamar, Váleme, señora, que no puedo reinar ya en esta ciudad mas que una sola mañana. Y el mundo, aún en sus manos.

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Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...