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Así vivimos los no andaluces residentes en Sevilla nuestra particular Semana Santa. Entre el asombro y el agradecimiento a una ciudad que nos acoge e integra, éstas son algunas de las experiencias compartidas con autóctonos y foráneos.

Este año, el azar del calendario ha querido que, mientras el Viernes de Dolores sacaba a las calles sevillanas los primeros capirotes, en Valencia viviéramos los días grandes de Fallas. Y yo, a caballo entre ambas, intentaba aprovechar mi ciudad mientras me preparaba para lo que se avecinaba a mi vuelta a Sevilla.

Es difícil expresar en unas líneas lo sentido estos días atrás en una ciudad que se me ha revelado completamente diferente a la que llevo conociendo desde hace un año. Y pido disculpas adelantadas por lo que aquí pueda escribir, porque mi interés en Sevilla no conoce límites, pero sí lo hacen mis conocimientos en cultura cofrade.

Reconozco que no me he visto realmente sorprendida por el fervor que esta fiesta mueve entre los sevillanos, ya iba sobre aviso, pero esto no resta significado ni intensidad a mi primera experiencia ‘semanasantera’. Lo que sí llamó mi atención fue comprobar que la media de edad entre los participantes de la fiesta, tratándose de una celebración puramente religiosa, es relativamente baja. Sin duda esta es la mejor garantía de futuro de una tradición más viva que nunca.

Puede que todavía no sea capaz de sentir en carne propia ese mismo fervor con la viveza que he visto en los propios sevillanos, pero si algo me llevo de esta Semana Santa es la impresión que me causó el sobrecogedor silencio de una Plaza del Salvador abarrotada al paso de Las Penas de San Vicente. Desde luego nada que ver con el bullicio habitual de la plaza que hemos vivido los allí presentes en un fin de semana cualquiera. Cómo un grupo tal es capaz de mantener la entereza, serenidad y recogimiento que merece una imagen como la de Nuestro Padre Jesús de las Penas es digno de admirar.

Los días previos a la ‘Madrugá’ (que para mí, hasta ahora, era entendida como el ‘día grande’ de la semana), salí a la calle en cuanto pude y, gracias a buenos amigos (y a la fiel guía de El Llamador- dejé de sentirme ridícula por sacarlo en medio de locales cuando me di cuenta que estaba rodeada de otros tantos igual de perdidos que yo), me vi envuelta por la ilusión de un grupo de chiquillos que esperaban a los nazarenos de las Siete Palabras.

Me quedo con el brillo de sus ojos al alargar la manita para recibir caramelos o unas gotas de cera que añadir a esas bolas cuyo volumen, ignorante de mí, más tarde descubriría que no depende solo de las Semanas Santas acumuladas en ellas, sino de la cantidad de papel de plata que seas capaz de robar de la cocina.

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Por primera vez escuché, también, una saeta en directo. No al Cristo de los Gitanos, cuya melodía, en boca de Serrat, se cuela entre los recuerdos de mi infancia y los cds perdidos en el coche de mi padre camino del pueblo, pero sí al Cristo de la Misericordia en el primer paso de El Baratillo. Y, de nuevo, el silencio. Ahora en Arfe, donde la quietud del momento solo se ve rota por los interminables “ayes” de la cantaora y los flashes de las cámaras.

En Jueves Santo aterrizó mi familia en Sevilla, a medio camino entre la fe y el turismo, pero dispuestos a participar de ese misticismo que invade las dos orillas del Guadalquivir estos días. Intenté impresionarlos con mi supuesto bagaje cofrade y creo que lo conseguí, sobre todo cuando, siguiendo el fiel consejo de permanecer en Trajano con Alameda, nos llevamos la mejor panorámica de una Macarena que para nosotros, como guiris en nuestro país, se nos mostró imponente.

El sábado, muy a mi pesar, conocí el verdadero significado de una bulla, esperando un relevo entre Imagen y Sindicatos que no llegó, y allí vi cómo unas lágrimas anónimas son capaces de expresar lo que no consiguen las palabras. Yo, que venía de una semana entera de mascletàs y una ciudad tomada por la monumentalidad de las obras de arte falleras, pensaba que en eso de las aglomeraciones estaba ya curada. Craso error.

Recuperada de un agobio del que pensaba no saldría, horas más tardes me peleé con los callejones de Santa Cruz, para, ahora sí, pillar ese relevo del Decreto antes de Escuelas Pías y encontrar la sorpresa en la mirada de algún costalero perdido que se había ganado mis paseos a contracorriente. Por algo la muy acertada publicidad de Tussam ya rezaba estos días que, sin ellos, nada se mueve en Semana Santa.

Tras una semana, en mi cabeza siguen bailando los nombres de las hermandades, de bandas de música, de las diferentes marchas… pero lo que permanece inamovible es la emoción unánime de una sociedad que me ha enseñado por qué la devoción por lo propio no necesita explicación.  

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He descubierto también que el protagonismo no está solo en las “tres hermandades grandes”, y que El Cachorro, El Silencio, Las Tres Caídas, o Los Panaderos esconden un halo de misterio al que nadie permanece impasible cuando los tiene de frente, majestuosos, acompañados de ese son de percusión y cornetas que desearías que no acabara nunca.

¿Críticas? Sí, alguna. El postureo de las mejores galas que no falte. Y siempre se podría reclamar una mayor seguridad (he leído que este año ha descendido notablemente el nivel de incidentes registrados) o mejor organización, porque el foráneo en Sevilla va un poco perdido. Y hoy,precisamente, nos levantamos con la noticia de un supuesto amaño en la adjudicación de sillas en carrera oficial, pero no sería justo que este hecho empañara el sentir y el orgullo que todos los sevillanos me han transmitido como ciudad unida en su cultura.

“Cruz de guía”, “costero”, “levantá” o “palio” son solo algunos de los términos que he agregado a mi vocabulario y que estos días he empleado como si lo llevara haciendo toda la vida. Me queda tanto por ver y aprender que, no voy a esconderlo, he sentido también envidia, sobre todo hacia esos ciudadanos anónimos que, a la espera de un paso, callaban a cualquiera compartiendo sabiduría cofrade adquirida a base de calle y cultura. Sé que será prácticamente imposible alcanzarlos, pero, mientras tanto, sigamos viviendo y sintiendo Sevilla. Porque como diría una amiga mía, valenciana también y residente aquí (¡qué nos habrá dado a los de Levante con el Sur!), “uno no sabe lo que es Semana Santa hasta que la vive en Sevilla”.