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Descolgó la funda del traje y la dejó caer cuidadosamente sobre la cama. Descorrió la cremallera y pasó los dedos de la mano derecha sobre el escudo bordado en el bolsillo izquierdo de la chaqueta mientras se le escapaba una emotiva sonrisa.

Desde la barriga hasta la cabeza le recorría el mismo cosquilleo que tuvo hace ya 25 años cuando se vistió por primera vez de músico. Se colocó los pantalones, se abrochó el cinturón, se calzó los zapatos y se abotonó la camisa con el boato con el que se visten los toreros. Antes de ponerse la corbata y la chaqueta se dirigió hacia la esquina de su habitación donde reposaba la funda de su trompeta y la colocó sobre la mesa. Abrió los dos broches metálicos que sellan el maletín de su trompeta y con las dos manos, una en cada extremo, destapó sigilosamente la parte superior del estuche con la parsimonia del que abre un cofre del tesoro. Con la mano izquierda cogió el cuerpo de la trompeta a la vez que con la derecha calentaba la boquilla apretándola con sus dedos sobre su palma de la mano.

Mientras, Isidro hacía la pedorreta con los labios a la par que movía todos los músculos de su cara. Tan pronto colocó la boquilla dentro del tudel de la trompeta se la acercó a los labios e hizo sonar las mismas notas tenidas que empleaba desde que aprendió a sacarle sonido a aquel trozo de metal de diseño que le llevaba acompañando toda la vida. Tenía por costumbre hacer aquel pequeño calentamiento en casa antes de ir al encuentro de sus compañeros de la banda. Le daba seguridad en sí mismo. En cuanto acabó el calentamiento desmontó la trompeta, la colocó de nuevo sobre su estuche y lo cerró. Antes de anudarse la corbata se aseguró de que tenía la carpeta con las partituras ordenadas según el programa del concierto.

Le echó un vistazo a la última. Era la marcha de procesión ‘A ti Manué’. Había tocado el solo de esa marcha decenas de veces. De hecho, fue el primer trompetista que lo grabó en disco. Pero el concierto de esa mañana de domingo era especial, ya que el mismísimo compositor de esa obra dirigiría su banda. Mientras sus ojos se deslizaban por el pentagrama, en su mente iban sonando las notas del solo. Notó que se le aceleraba ligeramente el pulso y respiró hondo para relajarse. Lo había tocado muchas veces, sí, pero siempre sentía la agitación propia de la responsabilidad del que interpreta una melodía como aquella, que se ejecuta totalmente a solas con el resto de los músicos contando mentalmente compases de espera. Cerró la carpeta de las partituras y se colocó bien centrada la corbata mirándose al espejo. Se puso la chaqueta, se aseguró de que tenía el cuello de la camisa alineado con el de la chaqueta y se abrochó el primer botón de la misma.

Mientras callejeaba desde su casa hasta la plaza de la iglesia se iba encontrando con algunos paisanos que le saludaban y que le aseguraban que en un rato lo escucharían tocar con la banda luego en el concierto. En cuanto desembocó en la plaza ya veía a lo lejos varios corrillos de músicos de su banda. Le volvió a recorrer un cosquilleo por todo el cuerpo y en su cara era imposible disimular una sonrisa de oreja a oreja. Era mediodía y un fantástico sol primaveral le daba en la cara, lo que acentuaba su expresión de entusiasmo.

Aquellos jóvenes chicos y chicas, hombres y mujeres, que formaban círculos con los estuches de sus instrumentos en la espalda o apoyados en el suelo, eran sus compañeros de la banda desde que era un niño. Creció con ellos. Conforme se iba aproximando al primer grupo de músicos Isidro iba pensando que con aquellas personas había compartido la mayoría de las risas y momentos de felicidad de su vida. Eran para él casi como miembros de su familia. Este año, sin embargo, Isidro se había planteado por primera vez en tanto tiempo no tocar con su banda en Semana Santa. Era mucho esfuerzo y muchas las horas tocando de pie en la calle y comiendo mal y a deshoras, todo ello teniendo en cuenta que durante la Semana Santa por las mañanas trabajaba, por la tarde-noche tocaba en las procesiones y a veces sólo disponía de cinco horas para dormir por la noche. Eso sin contar con el cansancio de las piernas y del labio después de tantas horas tocando de pie. Se sentía cansado para tanto ajetreo. Pero aquel cosquilleo instantáneo que iba aparejado a vestirse de músico y encontrarse con sus colegas de la banda como cada primavera desde que tenía uso de razón, aquella ilusión, aquellas sensaciones de trabajo en equipo mientras tocaba con ellos, todo eso constituía la prueba más evidente de que no iba a dejar su trompeta aparcada durante esa Semana Santa.

“Vamos a afinar”, empezó a avisar el director de la banda pasando por cada corrillo de músicos. Entonces comenzó un revuelo de estuches abriéndose primero, y una nube de notas aleatorias después, que invadieron el lateral de la parroquia donde se iba a celebrar el concierto. Mientras los clarinetistas afinaban sin tocar demasiado fuerte para no molestar a la misa previa al concierto que se estaba celebrando dentro de la iglesia, el resto de músicos montaban sus atriles. Las sillas les esperaban ya colocadas dentro del templo. Así que, en cuanto el maestro acabó de afinar todos los instrumentos, los músicos hicieron una fila en la puerta de la iglesia en orden de entrada: primero el flautín, las flautas, los oboes y los clarinetes; luego los saxofones seguidos por los fliscornos, trompas, bombardinos y tubas; para acabar por las cornetas, trompetas, trombones y percusionistas.

La misa había acabado y los músicos empezaron a entrar a la iglesia para dar el concierto. Entonces, un aplauso espontáneo les dió la bienvenida. A Isidro se le pusieron los vellos de punta. “Esto ya está aquí”, se dijo a sí mismo. Acababa de empezar la Cuaresma para los músicos de esa banda. La celebración de la primavera en las bandas de música andaluzas no había hecho nada más que empezar. Y es que en la partitura de la vida de las bandas de música de Andalucía, la música de Semana Santa marca el Da Capo de la temporada de actuaciones.