005 Gustavo Adolfo Bécquer en 1854

En 2016 se cumplieron 180 años del nacimiento de Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, aquel hijo de pintor cuya familia castellanizó el apellido de sus antepasados flamencos, los Becker, y lo convirtió en icono de la cultura española y universal.

*Artículo revisado y actualizado el 31 de marzo de 2017

Una ocasión ideal para recordar a uno de nuestros hijos más ilustres que, a pesar de residir media vida alejado del Guadalquivir, siempre llevó el nombre de Sevilla a gala y en los labios.

Gustavo Adolfo Bécquer vio la luz un miércoles 17 de febrero de 1836 en el barrio de San Lorenzo, concretamente en su calle Ancha —actual Conde de Barajas—, siendo bautizado ocho días más tarde en la parroquia fundada en el siglo XIII y dedicada al mártir y diácono regionario de Roma. Dos razones de peso para imbuirse, ya desde su alumbramiento, en las tradiciones más señeras de la ciudad.

Siguiendo la estela de otros maestros de las letras como Mateo Alemán —hijo de judíos conversos y autor del Guzmán de Alfarache, que llegaría a convertirse en Hermano Mayor de la Santa Cruz de Jerusalén, germen de El Silencio—, Gustavo volvió los ojos a la Semana Santa de Sevilla en varias ocasiones, ilustrándola siempre con cariño y veneración, aunque desde la lejanía y en las páginas de los periódicos y revistas para los que trabajó —no olvidemos que el autor de las Rimas jamás se llamó a sí mismo poeta—.

001 Casa Natal de Bécquer

Desamortizaciones

Antes de verse inmersos en ese trascendental período denominado «Semana Santa romántica», la familia Bécquer asistió perpleja a un momento convulso de la historia de la ciudad, iniciado en 1789 bajo la enseña de la Revolución. Tras un período de aparente estabilidad y auge de las hermandades, coincidente en el tiempo con el reinado de Fernando VII (algo que se verá culminado con la llamada «década ominosa» de 1823-1833, de excelente empuje para los intereses cofrades decimonónicos), el año de 1836 vuelve a dar un vuelco al ambiente religioso de la ciudad con la desafortunada «desamortización» de Juan Álvarez Mendizábal, que llevó a la supresión de numerosos conventos. Ello afectó directamente a algunas corporaciones penitenciales radicadas en los mismos: caso del Convento Casa Grande de San Francisco (donde se fundó Veracruz), del Pópulo, que pasó a ser cárcel (obligando a la hermandad de Los Gitanos a marcharse a San Esteban), de la Victoria de Triana (donde se ubicaba La Estrella, que se trasladó a San Jacinto), o de San Francisco de Paula (sede de La Lanzada), que se transformaría en cuartel. Curiosamente en ese extinto monasterio de la Orden de los Mínimos, del que hoy podemos encontrar algún testimonio en la calle Jesús del Gran Poder, estudiaría el pequeño Gustavo Adolfo hasta los nueve años. Posteriormente, y ya falto de padre, se trasladaría al Palacio de San Telmo —por aquel entonces escuela de Mareantes para huérfanos de noble cuna— donde únicamente permanecería un curso.

002 San Miguel

Una casa junto a San Miguel

1847 fue un año nefasto para Gustavo Adolfo Bécquer. A la pérdida de su madre en el mes de febrero se unió la supresión por Real Orden de la escuela de Mareantes, trastocando sus planes de un plumazo. Desde ese momento, tanto él como sus hermanos pasaron a depender de sus tíos. Juan de Vargas, María y Amparo Bastida (hermanas de la difunta), se hacen cargo del futuro escritor y de Valeriano, acogiéndolos en su vivienda de la Alameda —donde el arte flamenco de los cafés cantantes comienza a hacer mella en la sensibilidad del poeta—. Asimismo Gustavo frecuenta la casa de Manuela Monnehay, su querida madrina, quien le inicia en la afición por la literatura extranjera y la ópera. El domicilio, ubicado en la actual plaza del Duque, se alzaba próximo a la iglesia de San Miguel, uno de los templos más sobresalientes de la Sevilla decimonónica. Este ocupaba varias manzanas, siendo levantado por orden de Pedro I el Cruel en el sitio donde hoy vemos el Teatro Duque-La Imperdible. En época de Gustavo Adolfo su interior atesoraba un impresionante retablo de Juan de Astorga, de 1829, que vendría a sustituir a otro anterior de Ribas. Asimismo daba cobijo a dos de las hermandades más representativas de la Semana Santa hispalense: la del Amor, establecida en 1811 tras su paso por Santiago y Los Terceros, y la de Pasión, que llegaría en 1841 procedente de San Vicente, después de un largo periplo en la Merced (hoy Museo de Bellas Artes). San Miguel perecería tras la revolución Gloriosa de 1868.

003 La Semana Santa de los Montpensier

El impulso de los Montpensier

Con la compra en 1849 del Palacio de San Telmo por parte de los duques de Montpensier, la fiesta mayor de Sevilla inaugura uno de los capítulos más relevantes de su historia. Antonio de Orleans, hijo menor de Luis Felipe I de Francia, instala su pequeña corte en Sevilla junto a María Luisa Fernanda de Borbón. Ellos son los encargados de introducir a la reina Isabel II (hermana de María Luisa) en las tradiciones de la ciudad, llegando a vincularse a algunas corporaciones como el Museo, Pasión (con la que colabora económicamente para la realización del manto de la Merced), San Isidoro (de la que será Hermana Mayor efectiva) o la Quinta Angustia, de la que su padre Fernando VII ya era Hermano Mayor honorario (título que ella misma ostentará). También toma parte importante en la reorganización de la hermandad de Montserrat, aprobando sus reglas en 1850 y, por tanto, siendo admitida como hermana en la misma. Precisamente en ese año, los duques impulsan la creación del Santo Entierro Grande, que de seguro tuvo a los Bécquer como espectadores de excepción.

004 Inauguración del Puente de Triana en 1852

Las cofradías en la memoria

Tras la inauguración en febrero de 1852 del puente de Isabel II —rebautizado como «puente de hierro» por la ciudadanía— Gustavo se adentra en los secretos del barrio de Triana, cuya peculiar Semana Santa se expande al resto de la ciudad, tras sus primeros conatos sobre el puente de barcas. Ese año, en que el poeta cumple los dieciséis y está perdidamente enamorado de una niña de la calle Santa Clara, el arrabal no aporta ninguna cofradía. El Gran Poder y el Silencio no procesionan por la lluvia, y el Viernes Santo lo hacen San Buenaventura, la Trinidad, Montserrat y la Mortaja, sumándose al Amor, la Amargura, la Lanzada y Pasión, que salen entre el Domingo de Ramos y el Jueves Santo. Al año siguiente se apuntan el Cachorro y la O (Viernes Santo), así como la Cena el Miércoles, los Panaderos y Veracruz el Jueves y la Carretería y la Macarena en la Madrugada. De esta forma, Gustavo Adolfo Bécquer abandona Sevilla en 1854 con algunas de las devociones más poderosas de la ciudad grabadas a fuego en su memoria. Años después, y desde las páginas de la prensa madrileña y toledana, glosa con gran entusiasmo los recuerdos cofrades de su infancia y juventud:

«Sevilla, la alegre y bulliciosa, con su plaza Nueva, guarnecida de una guirnalda de naranjos en flor; la muchedumbre que se agita en su ámbito y por entre la cual desfilan, al compás de las músicas, aquellos miles de elegantes y perfumados penitentes de todos hábitos y colores: blancos, negros, rojos y azules, repartiendo a los niños dulces de sus canastos y arrastrando luengas colas de terciopelo o de seda (…)».