cristo pasión

La talla del Cristo de la Pasión cumple su cuarto centenario desde que saliese del estudio de Martínez Montañés.

Remontamos a paso lento la calle Cuna abrumados por un aroma a incienso que brota de ninguna parte. La luz del mediodía se atrinchera entre las céntricas arterias de Sevilla mientras conseguimos atravesar a trompicones la marea de gente que busca desembocar en Laraña.

Así conseguimos plantarnos en la inmensidad de la plaza del Salvador. En ella varios grupos de turistas conversan sentados bajo las sombrillas de las terrazas ajenos a todo. A escasos metros de distancia, la pétrea mirada de Martínez Montañés comprueba cómo unos operarios disponen la rampa por la que el Domingo de Ramos descenderán rodeados de una multitud los ‘nazarenitos’ que ya van contando las horas para vestir su primera túnica.

En ese lateral de la explanada admiramos con algo de perspectiva el manierismo y la inmensidad de la Colegiata. El colorido de la fachada sorprende y las siluetas de sus naves atrapan la atención durante algunos segundos. Bordeando el mastodóntico lienzo llegamos hasta la calle Córdoba, y ahí precisamente encontramos el acceso hacia un patio de naranjos rebosantes del azahar que nos cuenta sin palabras que la primavera ha llegado para quedarse. En lo que fue un antiguo lavatorio musulmán, un alminar rememora la antigua mezquita de Ibn Adabbas que ordenara construir Abd al-Rahman II, sobre la que comenzó a edificarse el templo católico en el siglo XIV.

La etapa dorada de Montañés

Uno de tantos pasajes de la laberíntica galería nos traslada al interior del santuario. Dos portones se abren y al atravesar sus fauces la borrachera de luz que mana un puñado de vidrieras es indescriptible. Los colores se desparraman a través de las altas paredes dibujando caprichosas formas en el suelo y una catarata de tonalidades recorre el barroquismo de pilares y bóvedas dando una viveza incandescente a los retablos, al ritmo que van marcando los distintos haces luminosos que penetran los ventanales.

Siguiendo ese rastro de destellos nos dirigimos hacia el retablo rococó que realizara Cayetano de Acosta en el siglo XVIII para la capilla sacramental de la iglesia. Al acercarnos se presiente una fuerza mayor y al cruzar el umbral nos rendimos ante la evidente presencia del Hijo de Dios representado en madera. La imponente talla de Jesús de la Pasión que este 2015 conmemora su cuarto centenario desde que saliese del estudio de Martínez Montañés, nos aguarda de manera hierática sosteniendo una armoniosa mirada llena de humildad que todo lo sosiega y un madero que parece únicamente acariciar con las yemas de los dedos.

Envuelto en la plata del camarín divisamos de cerca que no hay un rasgo milimétrico en la talla que se dejase a la improvisación, de hecho no hay rasgo de su policromía que no se encuentre definido con cirujana precisión a lo largo de la figura. Las ondas de su pelo asemejan ser más suaves que el propio terciopelo morado de la túnica que viste y sobre la que se desprenden azarosamente varios mechones.

El semblante inclinado ligeramente hacia la derecha le muestra cansado y la espalda encorvada se rinde estrepitosamente ante el peso del crucifijo. El ángulo que conjugan sus codos, la flexión de su rodilla izquierda y el detalle de su pie diestro que parece arrancar a andar narran inexorablemente que estamos ante una obra anatómicamente impecable fruto del trabajo más minucioso del mejor de los artesanos.

En aquella centuria que devoró a Sevilla a base de epidemias, quien sería apodado ‘Dios de la madera’ todavía debería enfrentarse al milagro de hacer brotar algo tan semejante a la vida de un simple amasijo de leños. Dedicándole el tiempo que merecen las obras que quedarán para la posteridad, el rostro y las hechuras de Jesús de Pasión irían asomando al compás de formidables caricias de gubia hasta ser acabadas en 1615, fecha en la que se le trasladaría al Convento Casa Grande de la Merced Calzada.

En aquel momento el nazareno se convertiría en el centro de las múltiples idas, venidas y varapalos sufridos por la hermandad que al igual que la poderosa efigie ha conseguido levantarse y mantenerse en pie superando épocas que la han acercado peligrosamente al fin de sus días.

La fuerte garra expresiva de Jesús de Pasión es considerada por todos los expertos en la materia como la cima de la denominada etapa magistral del Montañés que pasados los años aún negaba poder haber ejecutado con tanta perfección el portento del Dios Hijo.

Portento que Sevilla busca en la noche del Jueves Santo cuando emprende el camino de vuelta para recrearse en el silencioso caminar de la cofradía por Alemanes, Álvarez Quintero o Francos. En el tiempo que esa zancada eterna acariciando un monte de lirios le aleje de nosotros, muchos nos remitiremos al propio Montañés que ensimismado viéndole procesionar no tuvo más remedio que exclamar la cita que en ese instante quedaría grabada en nuestra Historia, “si es que sólo le falta hablar”.