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Varias familias que viven en la barriada alcalareña de la Venta de La Liebre han denunciado las circunstancias “infrahumanas” en las que sobreviven sin agua y en condiciones de insalubridad. Critican al Gobierno municipal por mantener una situación que conoce desde hace 10 años.

Diez de la noche. María (nombre ficticio, por petición de la fuente de no utilizar su nombre real) acaba de bajarse del autobús tras volver del trabajo. Mira a un lado y al otro y se dispone a andar. Conforme avanza, observa cómo la calle se va volviendo más oscura y el alquitrán de la carretera se empieza a hacer más ligero y mezclar con grava y albero.

Quince minutos después, parece haberse introducido en otra ciudad, una suerte de distrito fantasma que ambientan las películas apocalípticas de Hollywood. Sus pies ya sólo pisan albero y barro y, con la luz de linterna de su teléfono móvil va iluminando varios metros por delante de ella para ir evitando los socavones que se van alternando en su camino. En la calle, apenas parpadean un par de bombillas que le dan la bienvenida a dos edificios olvidados.

Aunque el relato podría acompañar una crónica de una historia de extrarradio en algún país en fase de desarrollo, se trata de la descripción de un día cualquiera en la vida de María, una joven que, junto a otras 35 familias, habitan dos bloques de piso abandonados en Alcalá de Guadaíra, la segunda ciudad más poblada de la provincia de Sevilla.

El entorno es desolador. Se trata de dos bloques de pisos de cuatro alturas construidos lejos del núcleo urbano y del resto de viviendas que componen la barriada alcalareña de La Liebre. Una edificación construida por Cristalería Española SA para albergar a los empleados de la fábrica de vidrio alcalareña. En la actualidad, la fábrica persiste pero sus empleados ya no residen allí y sólo las vías de un tranvía aún por construir acompañan a las familias que sobreviven en estas instalaciones.

Familias, con padres, abuelos y niños –unos 26- que llevan reclamando durante años unas condiciones dignas de vida. Los dos inmuebles están rodeados de un paraje semisilvestre donde la salubridad es un bien escaso. Caminos de tierra y albero, socavones en el suelo, vegetación y la proliferación de plagas de insectos y roedores son las escenas con las que estas 35 familias tienen que convivir diariamente.

Los vecinos -aquellos que pueden permitírselo- cuentan con luz eléctrica en sus viviendas pero carecen de suministro público de agua debido a las deudas contraídas por varios de sus inquilinos y que han motivado que la empresa pública de aguas, Emasesa, cortara el suministro en agosto de 2013. Desde entonces, y tras muchas reclamaciones, consiguieron tener agua a través de un reparto de bidones dos veces en semana.

Agua que no sirve absolutamente para nada más que no sea la limpieza. De hecho, María denuncia que, desde el comienzo, alertaron a los vecinos de que esta agua no era potable pero “podía utilizarse para el aseo o para cocinar” como han venido haciendo. Sin embargo, una reciente circular extendida por los repartidores excluye el agua de cualquier uso más allá de la limpieza. “Si el agua es la misma, hemos estado poniendo en peligro nuestra salud por la desinformación de las instituciones correspondientes”, señala indignada a este medio.

Actualmente, la necesidad de agua potable la cubren a través de dos fuentes públicas recientemente instaladas en las inmediaciones de los edificios y que diariamente tienen que transportar en garrafas a sus domicilios. Una ‘pequeña conquista’ que, sin embargo, es insuficiente para estos vecinos.

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La historia de estas familias es la crónica de decenas de barrios en miles de ciudades que han sufrido las consecuencias del empobrecimiento económico. María es la hermana mayor de una familia residente que lleva 20 años en el bloque.  Posee la vivienda tras un contrato de compra-venta que está a nombre de una tercera persona, ya fallecida, lo que les ha supuesto graves dificultades para realizar el cambio de titular.

Relata que al principio, la comunidad era fraternal. Pese a la complicada ubicación de los inmuebles-alejados del casco urbano, de instalaciones sanitarias y de puntos de transporte público-, los vecinos hacían esfuerzos por arreglar juntos el entorno, mejorar los bloques, asfaltar la carretera y, con más o menos esfuerzo, pagar los recibos de luz, agua y el IBI. El paso del tiempo fue cambiando esta situación.

Familias que se trasladaban porque sus circunstancias se lo permitían y otras que empeoraban después de que los principales sustentadores perdieran sus trabajos. El resultado, cada vez menos vecinos y más pisos vacíos, un aspecto que favoreció la llegada de familias ‘ocupas’ que encontraron en este lugar un techo en el que alojarse.

A partir de aquí, la comunidad fraternal de los inicios se transforma en una guerra vecinal entre distintos modos de vida que tienen un nexo común: la falta de recursos para hacer frente a las deudas colectivas –Emasesa reclama una deuda de 45.000 euros para instalar contadores individuales- y el silenciamiento y abandono por parte de las administraciones. Los conflictos entre las familias se multiplican y dificultan una convivencia deteriorada por la falta de recursos de sus inquilinos.

El Ayuntamiento alcalareño, con el alcalde socialista Antonio Gutiérrez Limones al frente, conoce esta situación desde 2005. Por entonces, tras un diagnóstico de la situación, consideró que la falta de inscripción en el Registro de muchas de las viviendas, impedía ofrecer una solución personalizada.

Sin embargo, en una comunicación remitida ese año al Defensor del Pueblo, el Consistorio se comprometió a dar cuenta de arreglos estructurales en los edificios,  desarrollar un sistema de alcantarillado, una nueva red de saneamiento y la ampliación del acerado para impedir la entrada de agua de lluvia.

Diez años después, con decenas de protestas vecinales de por medio, la situación apenas ha cambiado.  Los edificios han incrementado sus deficiencias, el servicio de limpieza pública es inexistente, –tan solo han acudido una vez cuando se acercaban las fechas electorales, según relatan los vecinos- y el alumbrado, intermitente, se limita a escasas farolas que consiguen arrancar una débil penumbra alrededor de los edificios pero no en los accesos ni en los caminos que los peatones comparten con los vehículos para llegar al núcleo urbano.

A estas circunstancias de insalubridad –la proliferación de insectos en los alrededores de los edificios y de las viviendas es una constante-  hay que sumar otro factor: la inseguridad vecinal. La llegada de nuevas familias ocupas ha supuesto una tensión contante entre propietarios y ocupas. En esta situación, la presencia policial en la zona es una quimera y las patrullas sólo aparecen cuando se registra algún episodio violento, como el producido en el mes de febrero entre una familia propietaria y una ocupa que se saldó con heridos y detenidos.

Los vecinos saben que la solución no es fácil y explican que la primera opción de muchos ha sido abandonar el inmueble pero el deterioro económico es un bloqueo constante que les impide salir del que, en otro momento, consideraban su hogar. Ahora, algunos de ellos han iniciado una nueva campaña de denuncia por redes sociales donde exigen al Ayuntamiento que les permita vivir de forma digna y sin miedo.

Algunos de ellos han vuelto a poner el asunto en manos del Defensor del Pueblo, liderado por Jesús Maetzu quien, en su última misiva, fechada a principios del mes de junio, reconocía que su organismo había contactado sin éxito en varias ocasiones con el Ayuntamiento de Alcalá.

El Defensor del Pueblo cuestiona al Consistorio la relación de mejoras ejecutadas, la planificación desarrollada y, en caso de que no se hayan producido, las razones de esta inacción. Aunque de momento el silencio es la única respuesta.

Mientras, las familias sobreviven debatiéndose entre el sueño de trasladarse a un nuevo hogar y el ímpetu de vecinos jóvenes y luchadores como María que se resisten a entender el porqué, tras diez años de quejas, denuncias y reclamaciones, aún no poseen un hogar digno.

Nació en Sevilla y pronto supo que lo suyo sería la comunicación. Es licenciado en Periodismo en la Universidad de Sevilla y Máster en Marketing Digital por la Universidad de Málaga. Especialista...